La premisa era clara: ¡alejémonos de los centros literarios habituales! Este fue el compromiso con el que Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) inició su particular búsqueda de textos para el catálogo de Caballo de Troya, como editora invitada.
No obstante, el mercado editorial siempre ha sido, y quizá siempre sea, un espacio poco claro con el valor literario, con los relatos que merecen encontrar su lugar, así como con el interés económico, y en ocasiones personal, que subyace bajo la publicación de una obra.
En un tiempo en el que nos movemos más por coyuntura que por intuición, ¿puede nuestro entusiasmo retar al sistema, quebrarlo tal vez? ¿Y si fuésemos por partes? Centros. Literarios. Habituales. Modifiquemos el orden de las palabras. Literarios. Habituales. Centros. Ahora, en singular. Esto es: pongamos al individuo literario habitual en el centro. ¿Funcionará? Hagamos de ese sujeto un verdadero caballo de Troya.
Volviendo sobre aquel supuesto de partida, casi sin querer se recuperaba algo del espíritu con el que Constantino Bértolo comenzó aquella colección en febrero de 2004. Me refiero a una serie en la que pudimos leer a Mario Levrero en España por primera vez, también a Iosi Havilio o a la misma Natalia Carrero con su excepcional “Soy una caja”.
Igualmente había algo de aquello en los editores que precedieron a Urraca en su quehacer. Cada uno de ellos procuró armar, desde su trayectoria libresca, un itinerario lector que se disgregase no solo en narraciones no contadas en apariencia, sino que se materializase en lo que ahora está tan de moda, las voces emergentes. Pienso en Elvira Navarro y en el “El Comensal”, de Gabriela Ybarra, en Alberto Olmos y en “El estado natural de las cosas”, de Alejandro Morellón, en Lara Moreno y en “Televisión”, de María Cabrera; también en Mercedes Cebrián y en “Y ahora, lo importante”, de Beatriz Navas Valdés, en Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez y en “Listas, guapas, limpias”, de Anna Pacheco, así como en Jonás Trueba y “Vilnis”, de Bárbara Mingo. Estos son los títulos en los que, como público más que cautivo y entregado, se me quedaron alojados en mi imaginario sentimental. Asimismo con el tiempo una comprende que las propuestas de esos editores no eran un “todo”.
La perspectiva del lector es un abanico, y cada cual ha arrellanarse en una postura desde la que curiosear. En este sentido, y tras haber leído y husmeado entre las páginas de esta hornada de Sabina Urraca como editora, ¿se me quedará para siempre dentro “Se te oscurece el pelo”, de la aragonesa María José Hasta? Me acuerdo ahora de uno de los cuentos que componen el volumen, “Cultura gastronómica”. Sobre todo, cuando dice: “Cosas del propio cuerpo que no saben a nada: las uñas y las costras de las heridas. ‘Ambas las tomo ocasionalmente’”.
Como decíamos al comienzo, la premisa era clara: institucionalicemos la periferia. Ahora, esclarezcamos su anatomía, y no solo hablemos de la forma, sino también de los temas y los distintos malestares. Si huir del centro nos es crucial, es porque tal vez debamos alejarnos para comprobar que, por un lado, haya interés aún en la escritura y que, por el otro, haya gente que esté escribiendo todavía. Y quiero subrayar la independencia de ambas cosas, puesto que no siempre coinciden. Tampoco resulta habitual que quien escribe se emplee en el texto y no lo utilice como campo de batalla, sino que se divierta, que aprenda.
Si por algo se han caracterizado los caballos de Troya de 2023, ha sido por su capacidad de recrear educaciones sentimentales disidentes por lo distinto, no por su singularidad (“Se te oscurece el pelo”, de María José Hasta), de hablarnos de familias, psicomagias y de afectos abollados (“Papá nos quiere”, de Leticia G. Domínguez), de videojuegos, lenguajes que son de una y codazos de gente que no se conoce (“Leche condensada”, de Aida González Rossi). También de hablarnos de lo que pasa cuando dos hombres charlan y se miran (“Los bloques naranjas”, de Luis Díaz), de la posibilidad de cagarse nuevamente en el viejo continente desde la Cuba de Fidel (“La puta y el hurón”, de Martha Luisa Hernández Cadenas) y de bailar, cantar y que nadie se te pierda mientras intentas zafarte de alguna que otra mentira por parte de sangre (“Ya nadie canta”, de Manuela Espinal Solano).
Al alejarnos de los ¿centros habituales literarios? Quizá aún sea posible hacer otras cosas, tener un taller, darle a nuestros amigos y amigas las llaves de este; jugar sin que nadie o todos miren. Publicar un libro que no sea un libro, sino el inicio de algo o el querer decir esto o lo otro. Pero sobre todo me pregunto, al ver caer algunas ediciones de los títulos que mencioné, si es cierto que, como hemos dicho, haya a quien todavía le interesa la escritura y escribe, pero que también haya alguien al otro lado, le pese o no al mercado. Y con alguien me refiero a quien le interese la lectura y, obviando el mercado, lea. Salir campo a través, caminar. Irse a la periferia, que sirva para algo.