Resacón en Tarraco
Nueva era. La ciudad se llenó de guiris que venían a disfrutar del romesco y la Pax Romana. La joya de la corona era la Part Alta
Como diría Hemingway, Tarraco era una fiesta. El comercio iba como un tiro y el turismo ni les cuento. Aquello de que los ordenadores se iban a volver locos con lo del nacimiento de Cristo y el año cero, un timo. Estrenamos nueva era y lo hacemos en clase business, con los jóvenes tatuándose la loba capitolina en señal de amor eterno, o como escribe Pérez-Reverte: «Prósperos a tope, con dos tabernas por habitante y el último modelo de cuadriga aparcado en la puerta». Cada ciudad tiene su momento y el de Tarragona, créanme, fue hace dos mil años. Imagínense cómo sería la juerga que, con todo lo que ha llovido, todavía hoy vivimos de los souvenires.
La joya de la corona, por cierto, era la Part Alta, con su circo, su foro y su zona de culto, un tres por uno de política, religión y espectáculo, como en las mejores tertulias de la telebasura. No es de extrañar que los futuros streamers, youtubers y otros instapoetas del Alto Imperio hicieran cola por una buhardilla con vistas al Mare Nostrum. De todos ellos, un tal Lucio Anneo Floro soltó aquello de que en Tarraco siempre es primavera, y claro, con semejante anuncio, la ciudad se llenó de guiris, sobre todo pensionistas, que venían a disfrutar del romesco y la Pax Romana. Esto se convirtió en algo así como el Benidorm de la época, con María Jesús y su cítara –el acordeón es más reciente– tocando Los pajaritos para legionarios prejubilados. Una troupe a la que hay que añadir funcionarios de todo tipo, meretrices, artesanos, tenderos y esclavos por un tubo. Ese era el censo. En total, 30.000 almas a las que había que entretener con tal de no rendir cuentas. Y la programación era de aúpa. Por la mañana, Fórmula 1 de cuadrigas. Luego, Operación Triunfo de gladiadores en el anfiteatro. Y a la hora golfa, en escena, telenovela turca en versión latina.
La audiencia le pilló el gusto al televoto y en cuestión de minutos se llenó el gremio de jóvenes aspirantes al salón de la fama. Por ahí anda Eutyches, ídolo juvenil del circo tarraconense. Como ven, eso de que los niños salgan de la catequesis para debutar en el primer equipo del Barça viene de lejos. Eutyches, para entendernos, fue el Lamine Yamal de los aurigas. Aunque murió con apenas 22 años, la grada, enfebrecida, ya vitoreaba su nombre. Pero no todo eran laureles. La cruz de esta historia recae sobre los followers de una nueva religión procedente de Judea. A simple vista, el cristianismo era un avance, reducía la burocracia para llegar al cielo. Antes, con la enorme oferta de dioses paganos, cuando uno quería pedir que su hijo fuera cónsul, por ejemplo, nunca sabía a quién ponerle una vela. Ahora, gracias al monoteísmo, había línea directa con el todopoderoso, lo que dejaba a mucho oráculo sin curro, todos cabreadísimos con el invento.
¿La solución? Cristianofobia a saco. En el año 259, le dieron matarile al obispo Fructuós y sus colegas, Eulogi y Auguri. Y así, entre reality y reality, fue aflorando la madre de todas las crisis. A saber: el aceite a precio de trufa, subida del IBI, fronteras al borde de un ataque de nervios y cosas por el estilo. En fin, lo de siempre, los ricos más ricos y los pobres jugando a eso que después llamaron el opio del pueblo. Sólo un año más tarde, en el 260, primer simulacro general de invasión bárbara. Los francos saquearon la ciudad y los alrededores. El refranero lo clava: ‘No hay pax que cien años dure’ (aunque ésta, en realidad, superó los doscientos). Comenzaba una época chunga. Los de Securitas Direct se frotaban las manos. (To be continued).