«La enfermedad mental es una construcción social»
Entrevista. «Darse cuenta del enredo mental y del uso del lenguaje». Desde hace 35 años, el doctor Rubio ayuda a sus pacientes con una concepción de la terapia que difiere de la psiquiatría y psicología oficial
El psiquiatra Francisco Javier Rubio (66) ha notado a causa de la pandemia, como muchos de sus colegas, un incremento de la necesidad de atención psicológica. Su enfoque teórico y práctico, no obstante, impregnado de humanismo y nada convencional, difiere radicalmente del de la psicología y psiquiatría oficial. «La terapia de la que hablo no trata de ‘curar’ ni de ‘gestionar’ nada», afirma desde su consulta en Médica de Tarragona.
¿En tu consulta has notado una mayor demanda de atención psicológica o psiquiátrica entre la población a raíz de la pandemia, o ya había antes un movimiento de fondo que la hacía presagiar?
Sí, se ha producido un aumento de la demanda de atención psicológica sobre todo entre los jóvenes. La juventud, como síntoma de la sociedad, se encuentra agobiada, confusa y desorientada. En el fondo, ya existía antes una pérdida de modelos y certidumbres. La pandemia solo ha hecho que el presente y el futuro resulten aún más difusos e inciertos. La atención psicológica está sustituyendo una desatención familiar y social.
¿Qué tipo de desatención familiar y social ? ¿A qué te refieres?
Cuando vas al psicólogo, este te presta atención: te mira, te escucha, te habla y te reconoce. Entras en una relación en la que puedes expresar tu malestar, descubrir tu confusión y encontrar claridad. En esa relación se da la atención que necesitas para sentir seguridad. En el psicólogo encuentras, en el proceso de ser individuo, algo que estás buscando y que en la familia y en la sociedad te falta.
Un portal dedicado a la salud mental afirma que «los trastornos mentales son desajustes de salud como cualquier otro, como el asma, la diabetes o los problemas cardíacos». También sostiene que, «como nuestro cuerpo, nuestra mente se puede sentir mal». ¿Qué opinas?
El uso que hacemos del lenguaje conduce a la confusión. Decir que «los trastornos mentales son desajustes de salud como cualquier otro, como el asma o la diabetes» es equiparar los problemas psicológicos y sociales primero a «trastornos» y luego a enfermedades del organismo. Se dice que existe una enfermedad en la mente, pero ¿qué es la mente? ¿Dónde está la mente? El corazón sí sabemos qué es y donde está, pero la mente no está dentro de la cabeza. Después se dice que, «como nuestro cuerpo, nuestra mente se puede sentir mal», separando cuerpo y mente. El enunciado también dice que la mente «se puede sentir mal», y en tercera persona, como si yo no fuera la mente. Todo esto es un despropósito. La mente es un concepto que se confunde con un órgano como el corazón o el hígado. Hablar de salud mental de esta manera es parte de la confusión.
Mente no es cerebro, eso en general lo comprendemos. Decimos ‘mente’ para hacernos entender, ¿no? Pero quizás esta forma de hablar nos puede hacer creer que sí hay una mente que puede separarse del cuerpo. ¿Funciona así, el enredo?
Sí, así funciona el enredo. Separar la mente del cuerpo es como separar la atmósfera de las plantas. Sin oxígeno no hay plantas, y éstas a su vez generan oxígeno. Sin relaciones no hay sociedad ni mente ni individuos. La mente humana no es individual. Surge en una relación con el entorno y en el lenguaje. La mente humana es un diálogo. Pero separamos conceptualmente el cuerpo y la mente, y cualquier capacidad humana es resultado de mente y cuerpo.
¿Qué es lo que en general suele hacernos acudir por nuestro propio pie a la consulta del psicólogo o psiquiatra? ¿Podríamos decir que lo desencadena un sufrimiento?
Cuando sufrimos vamos al médico, al psiquiatra, al psicólogo. Acudimos a alguien para que nos ayude, nos «cure». Este es el modelo médico. En general se acude a la consulta de un psiquiatra con la expectativa de que nos dará medicamentos para tratar nuestro malestar, y se va al psicólogo, tal como se dice habitualmente, para aprender a «gestionar las emociones» que nos hacen sufrir y a obtener «herramientas» para vivir. Como si fuéramos una empresa o un coche averiado.
Es verdad, nos hemos acostumbrado a esta forma de hablar, que en cierta forma nos deshumaniza, ¿no? Queremos ‘gestionar’ más que ‘vivir con’, en el sentido de comprender o integrar... ¿Ahí nace la desconexión?
Sí, en efecto. En la base de nuestro malestar hay una desconexión de nosotros mismos, de los demás y de la naturaleza. Una separación que se revela en el habla cotidiana. Cuando hablamos de «gestionar» las emociones, nos estamos separando de estas. Queremos controlar los sentimientos. Es habitual que las personas vengan a consulta y digan que quieren que las cosas no les afecten. Como querer anestesiarse. Queremos separarnos de los sentimientos, porque nos desestabilizan. Pero la evitación y la separación de los sentimientos es la fuente de la repetición del sufrimiento y del vacío.
¿Hemos patologizado estados inherentes al devenir de la vida, como por ejemplo la ansiedad ante una situación determinada, o el duelo por una muerte, o dificultades relacionales, particularidades sexuales, miedos, u otras circunstancias perfectamente humanas?
La homosexualidad estuvo patologizada en los manuales diagnósticos de psiquiatría hasta no hace mucho. La palabra ‘ansiedad’ está en estos manuales. El problema que se da cada vez más es el de psiquiatrizar todo malestar. En situaciones de la vida cotidiana, como en un encuentro social, ante un examen, o en una pandemia, podemos sentir esa sensación de falta de movilidad, de falta de aire y de opresión en el pecho. Esta sensación se puede convertir en problema psicológico cuando nos agobiamos de la propia sensación. Es decir, ansiedad de la ansiedad. Si nombro esta sensación con la palabra ‘ansiedad’, puedo pensar que «tengo ansiedad» y pierdo de vista la situación que la genera por muy difusa que esta sea. A partir de ahí, «tengo ansiedad», un «trastorno mental» separado de mí. Este proceso de separación o desconexión está en la raíz de lo que llamamos problemas psicológicos.
¿Tenemos también, quizás, una fijación con una idea muy concreta de lo que es o debiera ser la felicidad, y de lo que es adecuado o no para «conseguirla»?
No existe la felicidad, ni la libertad, ni la independencia. Todo son conceptos abstractos e ideaciones. Lo que sí puedo decir es que confundimos la felicidad con la alegría. La felicidad en nuestra sociedad es «tener». Es habitual escuchar en la consulta a personas que dicen «tener» todo lo que querían pero que les falta «algo». Y cuando en algún momento lloran sin más, puedes ver en su expresión la sensación de liberación, sosiego y conexión, como si les faltara «eso». No precisamente llorar, sino conectarse a sí mismas. Si le pusiéramos nombre al llanto, diríamos que tiene «tristeza», «depresión», y así es como daríamos continuidad al problema psicológico y a la búsqueda de la felicidad. Personalmente me represento la felicidad como un estado de conformidad –no de conformismo– con lo que sucede.
¿Es conveniente hacer una diferenciación entre trastornos mentales, enfermedades mentales, y enfermedades cerebrales? ¿Hay una gradación de gravedad?
No hay gradación. Oficialmente hay trastornos mentales y enfermedades cerebrales. Aunque la enfermedad mental no exista, la idea subyace en el concepto de trastorno mental. Si queremos utilizar la palabra ‘enfermedad’, también podríamos hablar de enfermedad social. No reflexionamos sobre la idea de que la sociedad pueda estar enferma.
Si no existe la enfermedad mental, ¿qué es lo que le está ocurriendo a alguien de quien decimos que tiene una enfermedad mental? ¿Se puede establecer desde un punto de vista científico la sanidad o insanidad de una conducta o una forma de pensar?
¿La ansiedad con la que vivimos existía, por ejemplo, en el siglo XVI? Se pueden relacionar muchos diagnósticos psiquiátricos con lo que llamamos progreso. La sociedad genera el problema, luego lo diagnostica y después lo trata. En el último manual diagnóstico de psiquiatría hay más diagnósticos que en el anterior. La enfermedad mental es una construcción social. En terapia, pensar en términos de sano o insano, diagnósticos y teorías interfiere en la posibilidad de un cambio personal y social.
¿Detrás de los diagnósticos de enfermedad mental se esconden otro tipo de problemáticas, claramente de tipo socioeconómico y político?
Claro, están implícitas. ¿Cómo vamos a separar al individuo de su entorno natural, familiar, socioeconómico, político y cultural? Cuando hacemos un diagnóstico psiquiátrico incidimos en hacer, de lo que está interconectado, trozos o fragmentos.
¿El diagnóstico y la categorización, pues, han servido para dar nombre a algo que no existe por sí mismo pero que, precisamente al habérsele dado un nombre, ha acabado adquiriendo una existencia de mayor entidad incluso?
Sí, la psiquiatría contribuye a construir los trastornos que luego trata. Cuando un psiquiatra le dice a alguien que tiene una depresión, genera una entidad. Le habla de la serotonina como la causa de su estado y le da una medicación casi de por vida. El diagnóstico ha creado una realidad mental separada de mí. Me ha fragmentado más. La persona infeliz que decía que lo tenía todo pero le faltaba algo, tendría además ahora una depresión, que explicaría su malestar. Su situación no habría mejorado precisamente. Y aunque con los antidepresivos estuviera mejor de ánimo, su insatisfacción persistiría.
¿Qué beneficios obtenemos de esta forma de ver las cosas? ¿Cómo nos perjudica?
El beneficio consiste en la seguridad psicológica que da ‘saber’ lo que uno tiene. Esto es así en la medicina. Después, la seguridad que da seguir un protocolo de tratamiento. También beneficia compartir un lenguaje y formar así una comunidad. Esta comunidad está formada por psiquiatras y pacientes que mutuamente se confirman en sus roles. Esto nos lleva a una nueva paradoja, pues aunque llegamos a formar parte de una comunidad, en este caso seguimos aislados. La separación –que se lleva a cabo con el diagnóstico– de nosotros mismos y de los demás es lo que nos perjudica.
¿Cómo concibes tú la terapia?
La terapia, para mí, a diferencia de lo que se entiende de manera habitual por este concepto, no es un trabajo que se desarrolla en el tiempo, como aprender un idioma, o a conducir, sino que es una cualidad de la relación del terapeuta con el paciente, a quien escucha sin diagnosticar, interpretar, explicar, analizar o juzgar. Es decir, el terapeuta implementa una cualidad de la atención. Comprende la situación por la empatía que depara la atención plena. Toda terapia se construye a partir de una relación de afecto y atención entre terapeuta y paciente. El paciente, que se encuentra perdido y ha ido a parar a la consulta, precisa descubrir ‘dónde está’, y para eso hay que deshacer el enredo mental del que hablábamos y verse en el problema, es decir, formando parte de él, y no como alguien que ‘tiene’ un problema.
¿La terapia se desarrolla mediante una conversación? ¿Qué caracteriza esa conversación?
Se trata de una conversación sin análisis ni juicio de lo que el paciente hace y dice. Vivimos determinados por la gramática del lenguaje y las palabras que utilizamos. La terapia consiste en señalar el enredo del pensamiento reflejado en las expresiones del habla. Considero que el modelo de pensamiento y clasificación de la psiquiatría oficial comparte y abona ese enredo del pensamiento, por lo que la terapia, para mí, también consiste en salir de ese modelo.
¿Qué ocurre –digámoslo así– en terapia en tu consulta?
Para entender mejor la situación terapéutica de la que hablo: esta es similar a la que se da en el teatro, donde el espectador se encuentra en su butaca y en el escenario al mismo tiempo, identificado con los personajes del psicodrama. Eso le permite tomar distancia de sí mismo sin desprenderse de sí. Deshacer el enredo genera en primera instancia una cierta confusión, confusión que nos saca del carril del pensamiento, lo cual, paradójicamente, esclarece la percepción. Así surgen emociones, y una toma de conciencia expandida al ver la interconexión de uno con todo. Esta toma de conciencia es como el resplandor de un rayo, que se da y se apaga, si bien nos reorienta.
¿El resplandor sería la toma de conciencia?
Sí, una toma de conciencia que conduce a un cambio de perspectiva. Es así como se abre el camino de la solución que va surgiendo del mismo problema. No hay que «buscar la solución» o «suprimir el problema». Hay que darse cuenta del enredo en el que estamos. En terapia se trata de abrir la posibilidad del resplandor.
¿Y si una persona acude a consulta porque es su familia o entorno el que detecta en ella un comportamiento que no considera normal?
En ese caso el criterio de ‘normalidad’ lo establece el entorno o la familia, y después, el psiquiatra. Pero si se presta atención a lo que sucede en la entrevista psiquiátrica con una familia y el ‘paciente’, se observa como los comportamientos de una persona están tejidos con los comportamientos de los demás. El supuesto trastorno de la persona diagnosticada evita precisamente el trastorno de los demás. El trastorno de la persona identificada como anormal posibilita la estabilidad del grupo familiar. Toda la familia está intrincada en el problema, y el camino de la solución pasa por una crisis terapéutica del grupo. O bien, por la separación del individuo de comportamiento anormal del grupo familiar. Esto, para mí, es obvio.
¿Cómo vives la discrepancia con el enfoque de la psiquiatría digamos oficial?
La discrepancia con la psiquiatría oficial se resolvió cuando dejé de trabajar en la sanidad pública. Ahora bien, cuando el paciente viene a la consulta, resulta que su forma de pensar es muy parecida a la de la psiquiatría oficial. La mayoría de veces el paciente ya viene patologizado. O te dice que no sabe lo que «tiene» y que le des un nombre, o bien ya te dice que tiene «ansiedad» o un «trastorno de la personalidad», «depresión», «TOC», «TDAH», «TLP», etc. El paciente ya viene influido a través de internet o de psiquiatras y psicólogos anteriores, y por su propia manera de pensar. Yo de entrada me adapto, y luego procuro despertar su curiosidad hacia otro punto de vista, hasta donde es posible. Muchas veces el paciente prefiere seguir patologizado. Pensando así se quita responsabilidad, y también libertad.