De mamuts y megalodones
Prehistoria. Las aguas de la Costa Daurada fueron perfectas para la cría de los tatarabuelos del tiburón
Antes que ciudad de reposo, Tarragona fue cuna de megalodones. No, no es el reclamo de una peli cutre. Por lo visto, las aguas cálidas y poco profundas de la Costa Daurada fueron la guardería perfecta para la cría de aquellos pezqueñines, tatarabuelos mediáticos del tiburón de Spielberg. La escena, según calculan los paleontólogos del Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universitat de València, ocurrió hace más de diez millones de años, ahí es nada, en lo que viene siendo el Mioceno –lo digo por ir situando el fósil–, una juerga geológica no apta para bañistas, con los continentes chocando entre ellos como si fueran los autos locos.
De aquellos lodos, estas cordilleras. Y algún que otro barranco, como el de la Boella, en La Canonja.
Cambiamos de película y de mascota. Es el turno del mamut. ¿Han visto Ice Age? Entonces llevan dos cursos de adelanto. Resumiéndolo mucho, los meteorólogos antediluvianos tenían un marrón de narices tratando de predecir cuándo caería la próxima glaciación. Pero no vayan a creerse que todo era pista de hielo y jersey de cuello alto. Cada cierto tiempo, en el Pleistoceno, el clima daba un tumbo. Durante esas primaveras, el Camp de Tarragona era un trópico con temperaturas sofocantes y una humedad del carajo. Más o menos por esa fecha, hará cosa de un millón de años, la Boella (enmarcada en una amplia zona pantanosa, dentro de las diversas rieras que habían conformado el primitivo delta del Francolí) era un spa de lujo para hipopótamos, hienas, rinocerontes, tigres dientes de sable, mamuts y otros secundarios del Rey León. No todos juntos, se entiende, cada uno en su horario, o en su estrato, que suena mucho más técnico. De aquel chapuzón remoto tenemos noticia gracias a los trabajos previos del arqueólogo local por antonomasia, Salvador Vilaseca, continuados en la actualidad por el Institut Català de Paleocologia Humana i Evolució Social, también conocido como IPHES.
Y en todo aquel sarao, ¿qué pintaban nuestros ancestros? De momento, poca cosa, la verdad. Bastante tenía la peña con ir esquivando extinciones. Por lo tanto, cada uno a lo suyo, un poco como ahora, practicando el nomadismo analógico, de cueva en cueva, y el grafiti rupestre. Ahí tienen los grabados de la Cova de la Vila en La Febró, los de la Cova de la Font Major en L’Espluga o el conjunto pictórico de la Serra de la Pietat en Ulldecona, por citar solo tres ejemplos. Eso sí, cualquier hijo de vecino, con cuatro astas y dos cantos de río, te montaba un arma blanca en menos que canta un urogallo. Solía repetirse entonces que los niños venían con un sílex bajo el brazo. Es lo que tiene el hambre, que agudiza la industria lítica. Y así, entre pitos y flautas, o más bien entre lascas y puntas de flecha, fueron pasando los trienios sobre la faz de la provincia. Por desgracia, no quedan muchas imágenes de la época, apenas una cinta de Raquel Welch con traje oficial de troglodita.
Lo que vengo a decirles es que la prehistoria es mitad yacimiento, mitad guion de cine. O de serie, que están más de moda. Y si de series va el asunto, mira por donde, en la Boella actual –el hotel boutique, me refiero–, se rodó no hace mucho la versión española de Pasión de Gavilanes. Encabezaba el reparto Rodolfo Sancho, hijo de Curro Jiménez, bandolero que sedujo, vaya por Dios, a Raquel Welch, la troglodita; y padre del chef y surfista que ha protagonizado el descuartizamiento del verano. Ya ven que hay tribus que no se bajan nunca de la tele. Pero eso da para otro capítulo... (To be continued).