Alerta por casos de anorexia cada vez más graves y precoces

Las redes y los confinamientos disparan los trastornos de conducta alimentaria en Tarragona. La edad de inicio se rebaja a los 12 años

«Nos llegan casos con mucha frecuencia. Últimamente vienen pacientes cada vez más jóvenes, de 11 o 12 años, y con gravedades más intensas. Es nuestro día a día», admite Juan Pablo Muñoz, psicólogo experto en Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) y director de ITA Tarragona, una red de centros especializados en salud mental. Gentzane Carbajo, doctora en psicología y psicóloga clínica del CMQ de Reus y miembro de la Junta Rectora de la Delegació de Tarragona del Col·legi Oficial de Psicologia de Catalunya (COPC), recuerda que ya antes de la pandemia los TCA eran la tercera enfermedad más frecuente entre los adolescentes, principalmente entre las chicas.

Tras el confinamiento, asegura que la edad media de inicio en este tipo de trastornos ya había pasado de los 13 a los 12 años, y relaciona tanto esto con el mayor número de casos de ansiedad y depresión que muchos jóvenes sufrieron durante ese periodo. «No digo que sea una consecuencia, pero a menudo los TCA van acompañados de otras patologías, como trastornos de la ansiedad o depresivos, con lo que el aumento de estos durante la crisis sanitaria podría dar respuesta al incremento también de los trastornos de conducta alimentaria», explica Carbajo.

En ocasiones es difícil disociar estos trastornos de otras afecciones mentales. «Va asociado a la ansiedad o la depresión. La mayoría de pacientes tienen bulimia y anorexia, pero también va ligados a trastornos de personalidad», indica Muñoz. La pandemia y sus confinamientos han agravado los cuadros, aunque hay otros factores de fondo. En un marco más general, Carbajo habla de que durante los últimos años la sociedad y las familias han normalizado e interiorizado conceptos relacionados con la pérdida de peso, las dietas, la insatisfacción corporal, «y se nos han pasado por alto las señales de alarma y de riesgo de conductas que, aunque todavía no lo sean, pueden acabar convirtiéndose en un TCA».

Una normalización de ciertas actitudes que han empeorado con las redes, según la doctora. «Siempre ha habido presión para conseguir unos cánones de belleza, pero con el actual bombardeo de influencers y ciertos contenidos sobre consejos alimentarios y de actividad física, que deberían revisarse porque hay mucho intrusismo, ha aumentado mucho la presión estética», lamenta.

Resolver un problema emocional

Para Pablo Muñoz, «las redes sociales son un factor bastante importante, aunque este tipo de problemas ya existían antes, porque ya había culto al cuerpo». Sin embargo, la sobreexposición puede ir en contra. «Hablamos de personas que quieren resolver problemas emocionales a través de dejar de comer o de adelgazar. Es eso, un intento de arreglar lo emocional. Uno de los síntomas en todos los trastornos es la alexitimia, una desconexión con las emociones, una desorientación que es causa y síntoma a la vez», explica el doctor.

Otro de los motivos que Carbajo considera que puede afectar a los actuales casos de TCA es cómo entienden la alimentación las personas que en su juventud sufrieron este tipo de trastornos. «En las investigaciones en las que participé a partir de 1992, aquellas jóvenes que con 13 o 14 años tenían TCA, ahora son madres, y si bien es cierto que la estadística muestra que el 88% de las mujeres que sufren TCA con los años recuperan un peso normal, otra cosa es cómo mantienen su relación con la alimentación y cómo esta podría afectar a la crianza y a la educación dietética de sus hijos».

Con todo, la psicóloga clínica señala que los chicos también sufren trastornos relacionados con la alimentación, principalmente vigorexia, una alteración de la conducta alimentaria que tiene como objetivo aumentar la musculatura, y trabajarla con diferentes disciplinas deportivas. Y la ortorexia, una preocupación exagerada por comer ingredientes saludables. Concluye diciendo que «los problemas relacionados con la alimentación implican sufrimiento para la persona que lo padece y para sus familias, y el sistema actual no está preparado para dar respuesta al no haber recursos suficientes».

El bullying, un factor de partida

Existen factores que pueden agravar estas situaciones. «Hay una parte de pacientes que vienen del bullying, del abuso sexual o de los descuidos familiares. Y no es que las familias lo hayan hecho mal, sino que no han tenido tiempo, por una determinada situación, porque la madre, por ejemplo, haya tenido que sufrir un cáncer y volcarse en el tratamiento», aclara Muñoz. El consumo de sustancias también puede desembocar en este tipo de conductas, aunque otro de los perfiles más comunes es el de, sobre todo, chicas muy perfeccionistas que llevan esa característica al extremo.

El resultado son desórdenes alimentarios, con restricciones severas, combinadas a veces con atracones. El reto, como con otras adicciones, es darse cuenta del problema. «Aunque vean que no están bien, no quieren ayuda porque lo ven como una solución a los problemas. Es adictivo. Cada vez que suben a la báscula y han perdido, lo ven como un triunfo, y eso está relacionado con una figura de éxito y control muy valorada socialmente. Piensan que si dejan eso van a estar obesos. Tienen miedo de eso», cuenta Muñoz.

El tratamiento se inicia con una consulta diagnóstica para calibrar la gravedad del estado. A veces puede valer con visitas ambulatorias, «cuando no se requiere tanta contención alimentaria», pero en ocasiones se precisa acudir a un hospital de día o incluso el internamiento 24 horas: «Si son estudiantes, tienen que reducir la carga de trabajo o pueden hacer sesiones ‘online’. Ahí las terapias son constantes, de grupo y también individuales. Les beneficia la figura del terapeuta pero también el contacto entre ellos, entre personas que están en la misma situación».

«Como mucho, luego me siento mal y lo vomito todo»

Una joven de 21 años de El Vendrell sufre anorexia y bulimia desde los 13. Desde entonces y hasta los 19, su conducta alimentaria consistía en restringir comidas unos días y después, debido a la ansiedad que esto le causaba, tenía episodios de atracones, en los que comía compulsivamente. A los 19 cuando se independizó y su situación mejoró, según cuenta, pero entonces llegó la pandemia y el confinamiento. «Fue el peor momento, por el hecho de no poder seguir con mis hábitos cotidianos, y entonces empecé también a vomitar todo lo que ingería», recuerda.

Sobre esto, sostiene que sufre diferentes fases: «Primero no me apetece comer nada porque me veo fatal, y de golpe tengo días de mucha ansiedad, porque al estar durante un periodo restringiendo me viene el ansia de golpe. Entonces es cuando como mucho, por lo que luego me siento mal y lo vomito todo».

Cuando se pudo volver a salir a la calle tras el confinamiento, en mayo de 2020, sus días se basaban en salir a andar muchos kilómetros y en no comer nada, «una manzana como mucho». «Fue entonces cuando adelgacé muchos kilos y mi madre se dio cuenta, que de hecho ya lo sabía. Esta vez lo notó físicamente».

Varias terapias sin éxito

Durante estos años ha hecho varias terapias pero sin éxito. Le funcionó el internamiento en un centro de día. Lo dejó porque su familia no podía hacer frente al coste económico: «Desde entonces, todo empeoró», reconoce.

La chica sigue sufriendo trastornos, pero asegura que «ahora llevo mucho mejor el hecho de no estar en infrapeso y no sentirme mal por no estarlo, es decir, tengo una mejor relación con mi cuerpo, pero a nivel de conducta alimentaria y de comer bien me sigue costando». Dice estar en una fase «como de desidia». «Debo aceptar que mi vida es así, voy una vez al mes con una psicóloga que me ayuda a entender mis procesos internos», explica.

Lanza un mensaje para las personas con estos trastornos: «Que pidan ayuda, que expliquen lo que les está pasando. Parece que ciertas conductas están normalizadas y es importante tener consciencia de lo que nos ocurre. Mi peor error fue guardármelo para mí. Cuando fui a pedir ayuda ya tenía el problema muy integrado. Entonces es más complicado erradicar según qué conductas».

Tiene claro que «los estereotipos y los cánones de belleza influyen mucho en que tanta gente sufra estos trastornos». «Si nos educaran en el amor propio, en la autoconsciencia, en saber que no es el cuerpo lo que importa sino el interior, sería diferente».

«Me obsesioné. Cuando me desmayé vi que estaba grave»

Bárbara (22) está en un tránsito delicado. Ha dejado atrás un ingreso de 10 meses en un centro para comenzar en un hospital de día, de 9 a 17 h., volviendo a casa a dormir: «Es un momento difícil pero confío en que vaya bien». Vive sola en un piso y será una prueba de fuego de su mejoría.

El origen del trastorno hay que buscarlo muy atrás, casi en la niñez: «El problema empezó a los 13 años. Llevaba años en que no estaba satisfecha con mi físico. Cuando empecé la ESO todo se agravó. Se burlaban de mí y eso me llevó a coger dinámicas de dormir mucho, de no salir de casa, intentaba hacer deporte pero lo dejaba si no tenía resultados».

Años más tarde, a los 19, vino sola a vivir a Tarragona: «Empecé a perder el control». Sus padres lo notaron cuando llegó la pandemia y ella volvió a casa tres meses. Ahí ya vieron su cambio de peso. De regreso al piso, siguieron los hábitos. «Era una obsesión en bajar de peso. Cada vez me empiezo a obsesionar más con la cuestión de las calorías. Hacía mucho deporte, trabajaba muchísimas horas, no tenía ningún horario ni orden de ingesta. Me empezó a venir cada vez más ansiedad y recurría a los atracones. Estaba consiguiendo lo que yo quería pero no era suficiente».

Hubo un punto culminante. «Mi cuerpo ya no pudo más y me desmayé varias veces en el trabajo. Ahí me asusté, vi que tenía un problema grave». Decidió acudir al CAP, desde allí le derivaron al psiquiatra y al psicólogo pero no le diagnosticaron un TCA sino depresión. «La medicación me hacía el efecto contrario, provocaba que no me acordara de comer y no tuviera sensación de hambre». En una visita al centro ITA sí le diagnosticaron el trastorno. Comenzó con estancia en el hospital de día, pero no era suficiente: «Al vivir sola se me hacía muy difícil seguir las pautas. Mi terapeuta y mis padres decidieron que lo mejor era ingresar. Me di cuenta de que estaba grave».

En el centro siguió unos horarios muy marcados, con poco tiempo libre y sesiones grupales e individuales, hasta completar una rutina estricta de 10 meses que ya arroja los primeros resultados. «Salí feliz, como hacía tiempo que no me sentía. He mejorado muchísimo, en autoconcepto, en autoimagen. No tiene nada que ver la Bárbara que entró con la que ha salido. Ahora me está costando más pero estoy mucho mejor». La joven celebra el avance: «No quería dar el paso, porque llevaba muchos años encerrada en el problema, tantos que no sabía cómo vivir sin él. Me decían que vivía enamorada de los síntomas. Ahora estoy feliz, he cambiado la relación con la comida, es un vínculo sano».

Temas: