30 años de un día que marcó para siempre a un barrio de Tarragona
10 de octubre de 1994. Los vecinos de Residencial Palau fueron los que se llevaron la peor parte de las inundaciones. El río Francolí se desbordaba y su vida cambiaba
El 10 de octubre de 1994, la vida de un barrio se paralizaba. La lluvia de casi un año cayó en tan solo 24 horas. Un hecho insólito, que ocurre cada 500 años, dicen los expertos. El temporal provocó que el río Francolí se desbordara a su paso por el Camp de Tarragona. El agua se lo llevó todo por delante: puentes, carreteras, cultivos, coches, barracas, todo. Y lo más importante, causó la muerte de diez personas. Algunos de los municipios más afectados fueron L’Alforja, Porrera y Prades. Pero sin duda alguna, en el caso de la ciudad de Tarragona, los vecinos del barrio de Residencial Palau-Torres Jordi fueron los que se llevaron la peor parte de las inundaciones. Por suerte, no tuvieron que lamentar daños personales, pero sí materiales.
El Diari ha hablado con algunos de los vecinos que vivieron en primera persona la riada. Todavía se les pone la piel de gallina al recordarlo. Todos los testimonios que ha recogido el Diari coinciden en una cosa: la solidaridad que nació en el barrio. «Todos íbamos a una. El desastre nos unió. Y eso ha quedado para siempre», explica una de las vecinas.
Las historias
La jornada de Rosalia Juancomartí, vecina de Residencial Palau, empezaba en el conocido gimnasio Nauta, en la Part Baixa de Tarragona. «La profesora nos informó de que el río se había desbordado. Nos fuimos rápido a casa y, al llegar a la calle Reial, ya vimos las alcantarillas levantadas y el agua bajar», explica Juancomartí, quien recuerda como pudieron avanzar hasta el barrio. «Era desolador. El agua nos llegaba hasta la cintura, pero algunas de nosotros teníamos que seguir sí o sí, porque nuestros hijos estaban en el colegio», relata. Las mujeres iban cogidas de la mano, haciendo una cadena. «Era impresionante ver los coches flotando», explica Juancomartí.
Lo peor vino después. Los vecinos de Residencial Palau fueron desalojados de sus viviendas por seguridad. «La parte positiva de todo lo que vivimos fue la unión de los vecinos. Entre todos, limpiamos locales i calles. Luchamos juntos», recuerda.
Otro de los testimonios es el de Cristina Martínez. Era una niña y estaba en el colegio. «La conserje interrumpió la clase y me dijo que mi madre estaba a bajo», recuerda Martínez. «El barrio era una piña, todos nos ayudábamos», añade. La joven explica como los ascensores dejaban de funcionar, los productos del supermercado flotaban y, sobretodo, recuerda el agujero enorme que se hizo en los parkings soterrados. «Durante muchos años, cuando llovía, salíamos al balcón para ver cómo iba el río», explica.
Sonia González estaba trabajando en Salou y, al escuchar por la radio lo que estaba ocurriendo, le cogió un ataque de pánico. «Hacía unos minutos que había hablado con mis padres y me dijeron que llovía un poco. Ya no me cogieron más el teléfono. No podía comunicarme con ellos. Luego me enteré que mi hermano los había cargado a cuestas porque habían quedado acorralados», relata González, quien asegura que, a partir de entonces, el miedo entró de lleno en sus vidas. «Teníamos miedo a que volviera a pasar, miedo a las grietas de la pared, miedo a todo», añade.
Parecido fue lo que le pasó a Silvia Font, quien recuerda ese 10 de octubre como «uno de los peores días de mi vida». Ese día, se tuvo que ir a trabajar a Barcelona de buena mañana. Su hijo pequeño iba al colegio del Serrallo y tuvo que ser evacuado por los servicios de emergencia. Al mediodía, Font llamó a casa. «Nadie me contestó y pensé que quizás el teléfono se había estropeado con la lluvia», recuerda. La mujer cogió el tren y cuando llegó a Sant Vicenç de Calders se enteró de que algo estaba ocurriendo. «Como pude quise acceder al barrio, pero ya no podía. Me dijeron que los vecinos habían sido desalojados y que pasarían la noche en un albergue de Altafulla. Fui hasta allí y no estaban, ni mi marido ni mi hijo. Me dijeron que fuera a casa de alguna amiga e intentara descansar, que al día siguiente ya los buscaríamos», explica Font, quien añade que «yo no sabía si estaban vivos y muertos». Tras muchas llamadas, logró localizarlos. «A partir de entonces, hubo mucha solidaridad vecinal. Ese sentimiento todavía perdura en el barrio», acaba Font.
Otra vecina, Angi Fernández, tenía un hijo de seis meses cuando, al salir al balcón, «tuve la sensación de estar en una isla». Para ella, como la mayoría de afectados, lo más destacado fue la lucha conjunta entre todos los vecinos. «Era muy triste ver a la gente dejando sus casas. Al irse, recuerdo como miraban atrás sin saber si podrían volver o no», dice Fernández.
Desde entonces, los vecinos de Residencial Palau-Torres Jordi viven con una mirada puesta en el río cada vez que llueve. La solidaridad, pero también el miedo, todavía está presente 30 años después de la riada.