Valencia: angustia, indignación, esperanza

Han sido días de angustia, corazón encogido y mente puesta en Valencia, donde mis paisanos viven la catástrofe natural más grave que el país ha sufrido en este siglo.

Las imágenes apocalípticas que nos llegan me transportan a la riuà de Valencia de 1957, que viví siendo niño -11 años casi- en Chelva, mi Macondo natal, sesenta kilómetros aguas arriba del Turia. La recuerdo como si fuera ayer, pues lo que graba el cerebro a esa edad perdura indefinidamente.

Y las comparaciones entre una y otra riuà se hacen inevitables. La de 1957 afectó mayormente a la capital, donde el Turia -que pasaba por el centro de la ciudad-, se desbordó y causó 81 muertos. La de octubre de 2024, consecuencia del desbordamiento del barranco del Poyo, ha inundado varios pueblos de la Horta Sud y ha provocado 215 muertos y 17 desaparecidos en el momento de escribir estas líneas.

Para evitar nuevas inundaciones, tras la riuà del 57 se desvió el Turia por las afueras de Valencia. Además, se construyó el pantano de Loriguilla, a una cincuentena de kilómetros aguas arriba del río. El nuevo cauce se financió, en parte, pasando el plato a los valencianos: cada carta enviada desde Valencia, además del sello ordinario -de una peseta-, llevaba otro de 25 céntimos para el “Plan Sur de Valencia”. Ese real adicional lo pagamos durante varias décadas. El tiempo ha demostrado que fue un gran acierto. Y a las cifras me remito: Valencia, con ochocientos mil habitantes, ni un solo muerto en la última DANA; los pueblos vecinos del sur, con la cuarta parte de población, dos centenares largos. No quiero ni pensar los muertos que habría ahora de continuar el río por el centro de la capital. Los contaríamos por miles.

Otro aspecto que llama la atención es que la inundación reciente ha causado tres veces más víctimas mortales que la de 1957, pese a ser la actual una sociedad mucho más desarrollada. O quizás por eso. La pésima gestión de las autoridades y la urbanización masiva de zonas inundables durante las últimas décadas, explicarían esa mayor mortandad. Pero existen dos factores más: de un lado, aquella riuà ocurrió de madrugada -con la gente en sus casas- y ésta por la tarde, con parte de la población activada fuera de sus domicilios; y, de otro, que en el 57 había pocos coches, en tanto que hoy las calles están abarrotadas. Y es que, en situaciones de riuà, el coche se ha revelado jaula mortal.

Sentimos también indignación por la actuación de algún que otro político. Sobre todo Mazón. Mientras el cielo caía en forma de lluvia sobre los valencianos, él abandonaba sus obligaciones, retardando varias horas el aviso de alarma, que llegó cuando la gente estaba con el agua al cuello. De haber avisado a tiempo, sus conciudadanos se habrían quedado en casa o subido a un lugar fuera del alcance del agua. Más allá de la responsabilidad política, la inacción de este hombre roza el Código Penal.

Por fortuna, un horizonte de esperanza se abre en las tierras valencianas. Millares de jóvenes -de allí y de fuera- van a la zona devastada para ayudar “en lo que sea”. Gozo da ver riadas de ellos atravesar el Puente de la Solidaridad, bautizado así por el Ayuntamiento para simbolizar el movimiento espontáneo. Miles de profesionales -soldados, bomberos, policías...- hacen lo propio para restablecer la normalidad. En paralelo, otra legión de ciudadanos -y el Estado- están enviando fondos y material para reponer las infraestructuras y las pérdidas de los damnificados. Unos quitando barro, otros con donaciones para ayudarles a levantarse, la corriente de solidaridad es un chute para los afectados.

Y aunque eso no consuele a las familias de los fallecidos -su pérdida es irreparable-, sí les reconfortará que su muerte pueda salvar vidas en el futuro. Y es que lo que ha pasado servirá de lección para que autoridades y ciudadanos extrememos la cautela ante nuevas catástrofes.

Temas: