Si tú dices A, yo digo B
Supongo que todos hemos participado en numerosas tertulias informales, en las que impepinablemente se termina hablando sobre el futuro de Tarragona. En estos encuentros suelen entremezclarse la frustración por estar malbaratando una joya de valor incalculable, la indignación por contrastar lo que podríamos ser y lo que somos, así como cierto fatalismo ante nuestra aparente incapacidad para aprovechar las oportunidades que se nos presentan.
Es un debate recurrente en las conversaciones que he mantenido con todo tipo de personas desde que aterricé en esta ciudad, hace ya más de veinticinco años. Y lamentablemente, me temo que no salimos de este bucle melancólico, iracundo y derrotista. Sin duda, debemos reconocer el mérito de aquellos que han impulsado iniciativas para superar este bloqueo colectivo, pero tiendo a percibir habitualmente cierta mirada de desesperanza en sus promotores, porque saben que se enfrentan a una inercia aparentemente insuperable.
Me tomo la osada libertad de sugerir algunas reflexiones al respecto.
Como punto de partida, quizás convenga abandonar las dos posiciones extremas que uno se encuentra frecuentemente entre sus convecinos: la de aquellos que defienden que Tarragona es una ciudad absolutamente envidiable (con todo el cariño, si uno piensa eso, es que ha viajado poco o poquísimo), y la de quienes sostienen que somos un caso perdido y que nunca conseguiremos responder dignamente al enorme activo que hemos recibido (igualmente falso porque, como presuntamente dijo Thomas Jefferson, en la vida sólo hay dos cosas inexorables: la muerte y los impuestos).
En efecto, por un lado, tenemos mucho (muchísimo) que cambiar para acercarnos mínimamente a las ciudades que están marcando el rumbo en políticas urbanas, y por otro, no estamos sometidos a ningún maleficio divino que nos impida imitar el ejemplo de esas poblaciones punteras.
En segundo lugar, puede que sea también necesario romper ese falso debate que confronta lo que interesa a la población, al tejido económico y a los turistas. A estos tres sectores les conviene una ciudad amigable, diseñada a escala humana, bien comunicada, limpia y segura, con un tejido comercial dinámico y atractivo, unos servicios públicos eficientes, un aparato institucional ágil y moderno, un legado monumental bien conservado y explicado, etc.
Puede haber puntos concretos de fricción, pero plantear el escenario general como un combate entre intereses irreconciliables es ignorar la realidad (quizás intencionadamente, pues esta falsa dialéctica puede servir como recurso para que algunos justifiquen su propia inacción e incompetencia). Cualquier ciudad bien gestionada sabe crear un marco que favorezca la actividad económica, que redunde en la creciente prosperidad de sus vecinos, impulse la retención y captación de talento, y permita generar recursos para mantener el espacio público en óptimas condiciones, consolidando una posición atractiva para descubrirla o revisitarla.
Por otro lado, como en cualquier iniciativa de envergadura, una población que intenta avanzar sin un plan, simplemente corre como un pollo sin cabeza. Y creo que ése es nuestro caso desde hace décadas. Es cierto que todos los partidos proponen ideas más o menos interesantes, pero eso no es un proyecto de ciudad. Porque no se trata de que cada uno suelte su propuesta y la someta al escrutinio de las urnas, sino de que todas las formaciones llamadas a liderar el consistorio a corto o medio plazo acuerden un plan de mínimos al que todas deban sujetarse cuando les toque gobernar.
De lo contrario, vamos de bandazo en bandazo, de ocurrencia en ocurrencia, destruyendo lo que hizo el anterior y contando los días que faltan para que llegue otro y desmonte lo que está construyendo el actual equipo de gobierno.
¿Saben ustedes cómo está previsto que sea Tarragona dentro de treinta años? Si es así, díganmelo, por favor, porque yo no tengo ni idea. He escuchado lo que dicen unos y otros, pero no apostaría un euro si me preguntaran qué pasará en realidad, porque no hay un plan consensuado. Para que un proyecto de ciudad sea viable a décadas vista, es imprescindible que los diferentes grupos municipales prioricen el interés ciudadano por delante del regate en corto de la politiquería.
Debe ser un itinerario coherente e integral, con visión metropolitana, aunque sólo afecte a cuestiones de estratégica básica, pero que marque un rumbo común en temas fundamentales: infraestructuras, desarrollo urbanístico, modelo comercial, estructura organizativa, etc. Y para ello, resulta ineludible que esté desarrollado sobre una base técnica incuestionable, que lo aleje del ruido partidista.
La necesidad de que los sucesivos gobiernos locales compartan un horizonte esencial resulta especialmente imperativa en un contexto como el de Tarragona, donde conviven actores de diferentes sectores, tanto privados como públicos, con nombres y apellidos (en el ámbito industrial, portuario, patrimonial, sanitario, mediático, docente, de la construcción, del transporte) con un peso e influencia suficientes para hacer tambalear cualquier iniciativa municipal.
Sólo un ayuntamiento fuerte (como institución permanente, no como equipo de gobierno pasajero), cohesionado alrededor de una hoja de ruta compartida a lo largo del tiempo, puede ser capaz de poner en valor su legitimidad democrática para liderar esta sociedad ciertamente coral.
Ya sabemos que lo más fácil es echar la culpa de todo a los políticos, pero en ocasiones no hay más remedio que hacerlo. Efectivamente, resulta inevitable denunciar la evidente responsabilidad atribuible en este tema a nuestra clase dirigente, colectivamente considerada, desde hace ya mucho tiempo.
Porque, no es sólo que no hagan un esfuerzo de consenso básico (que sí existe en otras ciudades, no muy lejos de la nuestra), sino que incluso llegan a forzar las divergencias por pura estrategia partidista. Si tú dices A, yo digo B; pero si tú hubieras dicho B primero, entonces yo habría dicho A. En fin... Empecemos por ahí.