Si Balenciaga levantara la cabeza
Colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.
Cristóbal Balenciaga Eizaguirre nació en la bellísima localidad guipuzcoana de Guetaria a finales del siglo XIX, en el seno de una modesta familia de pescadores. De hecho, su padre murió en el mar, pero el futuro de aquel niño tímido estaría fundamentalmente marcado por la influencia de su madre, costurera de profesión. Desde pequeño se interesó por aquel arte, reservado entonces de forma casi exclusiva a las mujeres. Afortunadamente para él, por aquellos años la alta nobleza veraneaba de forma habitual en sus mansiones de San Sebastián y alrededores. Y fue así, durante su adolescencia, cuando conoció a su primera mecenas, la VII marquesa de Casa Torres, abuela de la futura reina Fabiola.
Decidido a centrar su vida en el mundo del diseño y la moda, abrió su primera tienda donostiarra en 1919, que pronto tuvo sus réplicas en grandes ciudades como Madrid o Barcelona. El negocio prosperó, y sus creaciones comenzaron a ser habituales en los eventos de la alta sociedad, llegando incluso a vestir a miembros de la Casa Real española. Pero entonces estalló la Guerra Civil, y el joven Balenciaga decidió marchar a París en 1937, donde inauguró un nuevo establecimiento en la avenida George V. Paradójicamente, aquel triste e involuntario exilio significó su despegue definitivo como figura de fama internacional, especialmente a partir de mediados de siglo.
Por señalar sólo algunos ejemplos, entre sus clientas habituales se encontraron celebridades como Marlene Dietrich, Greta Garbo, Ava Gardner, Grace Kelly, Audrey Hepburn o Jackie Kennedy, junto con lo más granado de la aristocracia europea. También realizó otros diseños legendarios, como el uniforme de las azafatas de Air France, o la vestimenta que todavía hoy lucen las integrantes del Orfeón Donostiarra. Aun así, puede que lo más meritorio del modisto vasco, conocido por su carácter reservado y perfeccionista, fue el hecho de haber triunfado también entre sus propios colegas de profesión. De él dijo Coco Chanel que «es el único de nosotros que es un verdadero costurero». En el mismo sentido, Christian Dior se refirió a Balenciaga como «el maestro de todos nosotros». De hecho, en sus talleres se formaron otros grandes mitos de la moda, como el también guipuzcoano Paco Rabanne, Óscar de la Renta, Emanuel Ungaro o Hubert de Givenchy.
Finalmente, Cristóbal Balenciaga falleció en 1972, siendo enterrado en su localidad natal, tras recibir la Legión de Honor Francesa. Precisamente en Guetaria se abrió en 2011 el museo que lleva su nombre, gestionado por una fundación creada a tal efecto, donde se exponen más de un millar de sus diseños. Allí se puede contemplar, por ejemplo, el vestido de boda de la reina Fabiola de Bélgica, junto con otras piezas que pertenecieron, entre otras, a la millonaria estadounidense y admiradora del modisto, Rachel L. Mellon.
Tras el cierre de su casa de alta costura en 1968, la marca Balenciaga permaneció en letargo durante años. Ya en 1986, Jacques Bogart compró los derechos a sus herederos, con la idea de aprovechar el prestigio del creador desaparecido, fundamentalmente en el mundo de la perfumería, la zapatería y los complementos.
Precisamente, estos días la marca Balenciaga ha saltado a la actualidad por una discutible campaña emprendida por sus actuales titulares. En efecto, el último bombazo de la empresa son unos pendientes que consisten, básicamente, en una lazada tradicional realizada con cordones de zapatilla. Ni más ni menos. Al margen del mayor o menor gusto de la propuesta, lo desconcertante es el precio del complemento: 195 euros por dos cordones de calzado, que aumenta hasta los 250 si vienen acompañados por una diminuta chapita de latón con la inicial del modisto. No es la primera vez que el nuevo director creativo de la marca, el georgiano Demna Gvasalia, ha logrado generar cierto escándalo con sus proyectos. Para la historia quedará la edición limitada de unas zapatillas hechas jirones, que se vendieron por 1.772 euros el par, o el bolso con forma de bolsa negra de basura, presentado en el desfile otoño-invierno de 2022/2023, con un precio de 1.800 euros la unidad.
Estos disparates, que parecen chocar frontalmente con el mínimo sentido común que se le presupone a un ciudadano medio, se enmarcan en una reciente tendencia que va más allá de la propia firma Balenciaga. Hace unas semanas se hicieron virales los collares diseñados por la marca japonesa Ambush, que no son más que una brida de plástico que podemos encontrar por unos pocos céntimos en cualquier gran superficie, con la diferencia de que la ‘joya’ nipona cuesta 590 dólares. Lo que supera todo lo imaginable es que la edición completa de este producto se agotó al poco tiempo de ponerse a la venta, lo que parece demostrar que el saldo en la cuenta bancaria y el cociente intelectual frecuentemente no van de la mano.
Cuando leía la noticia sobre las ocurrencias de los sucesores de Balenciaga, no pude evitar imaginar qué pensaría el genial diseñador sobre la forma en que se está utilizando póstumamente su prestigioso nombre. Siempre tuvo fama de ser un hombre profesionalmente intachable, con un gusto exquisito, enemigo declarado del escándalo y la provocación, incansable y escrupuloso en su trabajo, obsesionado con la calidad y el oficio riguroso. Hoy su apellido se usurpa para vender a precio de oro todo tipo de zapatillas zarrapastrosas y bolsas de basura para dilapidadores patológicos. Supongo que debe de estar revolviéndose en su discreta tumba de Guetaria.