Reflexiones sobre las ‘personas sin hogar’
El pasado día 19 en este mismo medio el director Javier Díaz escribió un artículo titulado ‘Un recuento de personas sin hogar’. El recuento hecho por el Ayuntamiento de Tarragona contabilizó 78 personas sin techo. Una de las voluntarias, Margarita Mardones, señaló: «Te quedas parada porque ves que es gente como tú, que no va borracha, razona muy bien y tiene estudios. Puedes ser tú mañana».
Siempre me han interesado estas personas. Hay un libro, Vidas al descubierto. Historias de vida de los ‘sin techo’, de las sociólogas Elisabet Tejero y Laura Torrabella, en el que me basaré a continuación. Para denominar a estas personas se han utilizado distintos términos. Se les llamó delincuentes, como reflejaba el espíritu de la Ley de Vagos y Maleantes del año 1933 y revisada en 1954, con una connotación delictiva. En los 70 y 80, al surgir el debate sobre la pobreza estructural de las sociedades capitalistas, apareció el de indigente, que no tiene suficientes medios para subsistir. También el de transeúnte, lo que significa la necesidad de desplazarse para sobrevivir, para buscarse la vida.
Con la llegada de la democracia la visión es otra. Ya no se mira a estas personas como un estado, como una condición atribuible a un individuo, para mirar la misma realidad como una situación dinámica y condicionada por el contexto socio-económico, político y cultural. Esta nueva mirada reconoce la posibilidad de que cualquier persona, en una época de su vida, puede llegar a encontrarse en la misma situación. Como ha señalado Beck, las teorías de la sociedad del riesgo nos advierten sobre la universalización y democratización de los riesgos, no solo de perder posiciones de bienestar, sino de verse inmerso en una situación de pobreza y exclusión. Por ello, los expertos han decidido usar términos que desculpabilizan al sujeto de su situación. Los más utilizados son los ‘sin techo’ y los ‘sin hogar’, que aun cuando parezcan equiparables, no significan lo mismo. Así, el sin techo nos remite a la situación física de no tener vivienda ni acceso a ella, por lo que está imposibilitado de construirse como un ser humano completo. En cambio, sin hogar nos remite a un imaginario menos físico y más simbólico, donde la existencia de techo supondría la presencia de vínculos emocionales basados en la relación con otro. Tradicionalmente, tales vínculos se basan en la existencia de relaciones de familiares, luego el sin hogar carece de estas relaciones. No obstante, es muy adecuada la definición de la Federación Europea de Asociaciones que trabajan a favor de los sin techo, FEANTSA: «Toda persona que no puede acceder o conservar un alojamiento adecuado a su situación personal, permanente y que proporcione un marco estable de convivencia, bien sea por falta de recursos económicos, bien sea por tener dificultades personales o sociales para llevar una vida autónoma».
Además del término, no es menos importante el conocer las causas de su situación. Para los expertos las causas se hallan en situaciones de riesgo o vulnerabilidad de índole económica, institucional, sanitaria, psicológica, familiar, etc. Serían: paro, pérdida económica (por ejemplo, desahucio), enfermedad física o mental, lesión o accidente, alcohol y drogas, ludopatía, prostitución, maltrato sexual, problemas familiares (ruptura de la relación de pareja o familiar), separación del medio social habitual, delincuencia y problemas judiciales, o internamiento institucional. No obstante, no es un único factor sino la convergencia de algunos de los factores apuntados. No es tarea fácil la aproximación causal a este fenómeno, por ello puede resultar pertinente tener en cuenta una serie de dimensiones.
La dimensión socio-económica estaría relacionada con los cambios en el mercado de trabajo experimentados en nuestro país en los últimos decenios, con procesos tan importantes como la desindustrialización, como consecuencia de la globalización y su secuela de la deslocalización. El paro y la flexibilidad y precariedad laboral tienen una incidencia fundamental en la desestructuración de los proyectos vitales, que sufren sobre todo los inmigrantes.
La dimensión es la socio-relacional. Nos socializamos en primer lugar en la familia, clave para un desarrollo afectivo y emocional. La familia ha sido tradicionalmente el refugio ante las situaciones de exclusión social. Mas determinados cambios culturales, sociales, económicos, llevan a familias más reducidas, la incorporación de la mujer al trabajo, más separaciones y divorcios, la monoparentalidad, además de otros, significan que el papel de la institución familiar se va desdibujando.
La dimensión psico-emocional. Para algunos autores, como Declerck, habría una psicopatología específica en este colectivo, que tendrá que ver con lo que llaman desocialización y que lleva al propio sujeto a autoexcluirse. Este elemento explicaría las resistencias a mejorar de estado.