Los políticos y la luna
A los que éramos niños en los ya lejanos años cincuenta del siglo pasado nos pasaban cosas como esta anécdota familiar que voy a contar.
Este articulista era el pequeño y además un tardanillo de una familia con tres hermanas mayores más, con todo lo que ello representaba a favor y en contra ya que todo tiene pros y contras. Un día oí que mis hermanas comentaban que iban a jugar a peluqueras y como no tenían clientes me llamaron a mí. Me dijeron que me iban a dejar guapísimo. Me mojaron la cabeza y me pusieron unas pinzas metálicas que en aquellos tiempos ponían en las peluquerías para dejar el pelo ondulado, que era la moda. Las primitivas pinzas se enganchaban con los cabellos con el dolor correspondiente y mis protestas. Después me dijeron que había que ponerme fijapelo para que las ondas aguantaran, y que, como otras cosas, se fabricaba en casa. Y al cabo de un buen rato dieron por acabada la obra y me dijeron que sería el más guapo de la clase. Evidentemente yo no tenía espejo. Pero como en la Habana que «y en esto llego Fidel y se acabó la diversión» apareció mi madre diciendo aquello de «pero que le habéis hecho al niño». Y «como puede salir así a la calle». Observé que las tres hermanas rápidamente desaparecían en direcciones opuestas y me quedé sólo ante el juicio materno que me llevó al baño para, según dijo, arreglar la situación. Empezó a lavarme la cabeza pero el fijapelo casero no se diluía ni en broma con el jabón. Aquello más que fijapelo parecía pegamento y medio. Y a base de reiterados lavados de cabeza cambiando agua y jabón y con los ojos irritados por el conjunto y sobretodo porque no había llegado todavía el champú neutro Johnson para niños, me quedé entristecido porque ya no sería el más guapo de la clase. Cuando empecé de adulto con una incipiente calvicie recordaba a mis hermanas. Pero como dice Fernando Savater «lo mejor que podemos hacer para los seres que amamos es seguir amándolos».
Pero lo característico de nuestra generación fue que tanto en invierno como en verano siempre estábamos con la cara al sol. Durante el curso escolar nos ponían de cara al sol ya antes de entrar a la primera clase. A veces incluso con consigna diaria y todo, y con la formación del espíritu nacional. Y en verano estábamos con la cara al sol cada día en la playa sobretodo en una isla como es Menorca y tal como era de paradisiaca en los años cincuenta en que no había nadie.
La cara al sol del verano no hubiera pasado ningún control dermatológico porque no se ponía crema protectora alguna, al revés, mis tres hermanas se ponían y me ponían unas lociones para ponerse más morenas y más rápidamente. Cuanto más moreno estabas en aquella época más a la moda . Si estabas blanquecino en verano y en una isla o estabas enfermo o no eras nadie.
Con la cara al sol y también mirando la luna: «guarda che luna, guarda che mare da questa notte senza te...» (mira esa luna, mira ese mar esta noche sin ti tendré que quedarme...), cantaba Marino Marini y su cuarteto en aquella época de los primeros amores.
Y estas generaciones hemos pasado de vivir con la cara al sol y por la noche mirando románticamente la luna, a mirar como ahora se vive, por una parte importante de los dirigentes políticos en la propia luna, se está en la luna, y si me apuran hay muchos instalados en la propia luna de Valencia, que como es sabido, es la más fulgurante de todas las fases a nivel lunar.
Se vive en la luna porque se ha pasado a un ámbito en que, en muchas ocasiones, se da la sensación que buena parte de los dirigentes políticos han dejado la tierra y están instalados en la luna directamente. Es decir, no mirándola por la noche y dedicando a su amada en el primer amor la canción de Marino Marini, sino viviendo literalmente en un mundo extraño, con interpretaciones y conclusiones extrañas y con decisiones a veces poco racionales. Pero eso sí, siempre con un gran discurso, pero un discurso lunar, árido, que muchos no creen y tal vez a veces no se lo creen tampoco ni los autores del discurso.
Están sobrando, desde hace unos años, en la vida pública palabras y está faltando la gestión. No se premia la gestión, no se trabaja por objetivos. Se trabaja solamente para hablar. Sólo se premia a los que hablan. A los más ocurrentes a los que contestan más rápido. No a los que trabajan en silencio, no a los que se ven poco. La cosa pública se ha convertido, en parte, en una especie de teatro en donde todos quieren ser actores y además protagonistas. Pero nadie quiere ser tramoyistas ni electricistas o encargados del audio, o acomodadores o taquilleros: bueno esto último puede que sí, si se me permite la ironía i para algunos casos.
Es decir, que ahora se vive en la luna y como ocurría en los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado en que si no estabas moreno no eras nadie, ahora los buenos gestores, los válidos y silenciosos gestores tampoco son nadie. Para ser alguien hay que decir muchas frases huecas de contenido, huecas de todo, incluso sin atracción literaria y desde luego sin poesía. Como dice también Fernando Savater «No se muere de pena sino que se vive de pena».