¡Libertad, Amnistía y Estatuto de autonomía!
Las palabras son como las casas, su hermosura depende mucho del entorno en el que se encuentran. Cuando comenzamos la Universidad en 1976, con dieciséis años, había un ambiente político exaltado y mucha virulencia. Recuerdo entrar en la Facultad de Derecho por un paseíllo de estudiantes con bates de beisbol y su rostro oculto con cascos.
Una tarde de 1976, unos amigos acudimos a una gran manifestación y nunca olvidaré aquellos correcalles con las lecheras, el humo, las porras y las bolas de goma. Desde una azotea llovían Coca-colas de un camión de reparto que hacían desplomar a los grises. Un lema resonaba como un trueno: Llibertat, Amnistia y Estatut d’autonomía.
La voz Amnistía es intrínsecamente bella, proviene de la misma raíz que amnesia. Para ser feliz debes tener mala memoria y suena a gracia, a prescripción, a reconciliación y a olvido. Incluso a ilusión, a estabilidad y a futuro. Las manifestaciones consiguieron que el recién elegido presidente, Adolfo Suárez, promulgara un decreto en julio de ese año que amnistiaba a policías y presos políticos sin sangre en las manos antes de llevar un mes en el poder. Y poco después, en septiembre, restauraron la Generalitat de Cataluña y abrieron la puerta grande a Josep Tarradellas para volver del exilio y presidirla.
En aquellos tiempos de división, todos los políticos tragaban sapos por transitar de la dictadura a la democracia y el consenso exigió mucho respeto por las ideas de los demás. La amnistía fue una medida indispensable para darse las manos y comenzar a labrar un futuro juntos.
Que lo que pasó en Cataluña en 2017 iba a terminar en una amnistía lo decía privadamente Mariano Rajoy y probablemente lo sabía Carles Puigdemont cuando se exilió a Bélgica y abandonó a los suyos a su suerte. Pero ojalá esta hubiera sido como aquella, fruto de un acuerdo para diseñar un proyecto común. Pero, ¿quién va a correr por las calles jugándose el físico para reclamar una amnistía que no reúne esas nobles connotaciones?
Las palabras cambian de significado según la que la preceda y la siga haciendo que el lenguaje de por sí complejo pase a ser indomable. Nada queda de su beldad si se trata de una condición impuesta por quien la exige para sí a cambio de un puñado de votos. La aritmética parlamentaria y que vaya acompañada de un puñado de dólares ensucia su sentido.
Esta amnistía no es con, sino contra, la representa un hacha y no una paloma blanca, no es de un tiempo entre costuras, y suena a la misma gaita. No anuncia ningún pacto de reconciliación ni futuro alguno de entendimiento, sino de nuevo confrontación. No es una tanqueta que apaga las llamas de la calle, sino vierte gasolina. No olvida, sino refresca la memoria.
No en sabiem més, teniem quinze anys, pero aquello era auténtico y esto una sopa boba para ingenuos. De la época en blanco y negro a esta, hay algo, un qué, seguramente soy yo, la que la hace distinta. Quizá sea la cara del presidente Sánchez que dijo hace dos meses que, por convicción política y personal, no habría amnistía. «Estos son mis principios. Si no le gustan... tengo otros».
Los independentistas en 2017, cuando Puigdemont declaró la República de Cataluña, confundieron al enemigo pensando que era Rajoy y no al Estado a quien se enfrentaban. Y nuevamente yerran cuando lo identifican con Sánchez, animados por su anhelo de poder que lo hace débil como una veleta. Ya nos mintieron, ya se engañaron los unos a los otros, y volverán a defraudar a quienes vuelvan a creer en ellos.
Todos hemos experimentado alguna vez la paradoja de recordar momentos alegres y sentir una profunda tristeza, nacida de la sensación de que lo que fue está muy lejos de volver a ser. La palabra Amnistía suena al perdón de los pecados y la resurrección de los muertos. Pero si regresa Puigdemont y sube al balcón saliendo de un maletero, aunque proclame lo mismo, «Ciudatans de Catalunya. Ja soc aquí», no va a sonar igual.