La gran falacia del neoliberalismo
En realidad, ningún epígono de los Chicago Boys pretende destruir el Estado, no en vano admiraban al general Pinochet. El verdadero objetivo de la contrarrevolución neoliberal no es abolir el Estado, sino remodelarlo, redibujarlo para hacerlo más funcional con el sistema de libre empresa. En última instancia, darle la vuelta a la relación entre el Estado y el mercado e invertir sus respectivas funciones. Antonin Scalia, juez conservador del Tribunal Supremo de los Estados Unidos nombrado por Ronald Reagan: «Tened siempre presente que el gobierno federal no es malo, sino bueno. El truco estriba en usarlo sagazmente».
Ese uso sagaz del Estado se reveló muy funcional para el proyecto neoliberal durante las crisis que lo amenazaron: la financiera de 2008 y la pandemia de la Covid-19 de 2020, fueron afrontadas por los Estados y no por los mercados. De hecho, durante estas emergencias, los mercados se volvieron muy discretos, retirándose entre bastidores; dejaron el protagonismo a los gobiernos, para reaparecer al mando, más fuertes que nunca, una vez superadas las crisis mencionadas.
Este uso sagaz del Estado nos explica la aparente incongruencia del proceso de globalización que, a la vez que unifica la economía, potencia la separación entre los Estados. La adopción planetaria de la forma estatal no está en contradicción con los intereses de la economía globalizada, sino que representa para esta última, por el contrario, la oportunidad de hacer que compitan entre sí los sistemas productivos y financieros nacionales, el crédito y los modelos de desarrollo local.
Las empresas multinacionales están muy interesadas en la existencia de una multiplicidad de Estados para enfrentarlos entre sí (quién da más ventajas en impuestos o subvenciones...). Por tanto, el neoliberalismo no solo exige un Estado que le sirva, sino que necesita distintos Estados competidores entre sí. Si los Estados no rivalizaran entre sí para ganarse el favor de las multinacionales, no existirían los paraísos fiscales.
Para los clásicos liberales del siglo XIX, el Estado gobernaba a causa del mercado, ahora para los neoliberales el Estado gobierna para el mercado. Como sostiene Wendy Brown: «Los Estados neoliberales se alejan de los liberales conforme se vuelven radicalmente económicos, en tres sentidos: el Estado asegura, defiende y apoya la economía; el propósito del Estado es facilitar la economía, y la legitimidad del Estado se vincula con el crecimiento de esta. Al Estado se le juzga por su éxito al favorecer la economía de mercado». Por lo tanto, «un Estado bajo la vigilancia del mercado más que un mercado vigilado por el Estado», en el que el mercado se convierte en el tribunal por el que el Estado debe ser juzgado (absuelto o castigado).
Un ejemplo contundente y duro, lo expresó el antiguo gobernador del Banco Central alemán, Hans Tietmeyer, cuando elogió en 1998 a los gobernadores nacionales que privilegiaban el plebiscito permanente de los mercados globales por encima que el plebiscito de las urnas.
El neoliberalismo no pide menos Estado, sino todo lo contrario: más Estado, y es una falacia aducir que la economía debe dejarse al libre desenvolvimiento del mercado y que por ello el Estado deba hacer un paso atrás. Es un engaño más del neoliberalismo.
Las grandes empresas, como las multinacionales, están protegidas de una forma sistemática de un libre mercado por el Estado neoliberal de las subvenciones. Solo los asalariados y los económicamente superfluos están sometidos por el Estado represivo neoliberal al libre mercado.