El peligro de la indiferencia

Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto y Nobel de la Paz en 1986, pronunció un discurso en la Casa Blanca el 12 de abril de 1999, como parte de la serie de conferencias del Milenio, organizada por el presidente Bill Clinton.

Hizo un balance de este siglo, afirmando que será juzgado severamente. Dos guerras mundiales, innumerables guerras civiles, una cadena de asesinatos: Gandhi, los Kennedy, Martin Luther King, Sadat, Rabin - baños de sangre en Camboya y Nigeria, India y Pakistán, Irlanda y Rwanda, Eritrea y Etiopía, Sarajevo y Kosovo; la inhumanidad en el gulag y la tragedia de Hiroshima. Y, Auschwitz y Treblinka. Exclamó: tanta violencia y tanta indiferencia.

Sobre la indiferencia reflexionó. ¿Qué es la indiferencia? Etimológicamente, significa «sin diferencia». Un estado extraño y antinatural en el que las líneas se desdibujan entre la luz y oscuridad, crueldad y compasión, el bien y el mal. ¿Cuáles sus caminos y sus secuelas? ¿Puede ser considerada como virtud? ¿Es necesario a veces practicarla simplemente para mantener la cordura, vivir normalmente, mientras el mundo experimenta agitaciones desgarradoras?

Puede ser tentadora, e incluso, seductora. Es mucho más fácil apartarse de la mirada de las víctimas. Es incómodo y problemático estar involucrado en el dolor y la desesperación del otro. Sin embargo, para el indiferente, su vecino/a no tienen importancia alguna. Sus vidas no tienen sentido. Su dolor oculto o invisible no interesa. La indiferencia reduce al otro a pura abstracción.

Ser indiferente al sufrimiento ajeno nos deshumaniza. La indiferencia, después de todo, es más peligrosa que la ira y odio. La ira puede ser a veces creativa. Uno hace algo especial por el bien de la humanidad al estar enfadado ante la injusticia. Mas, la indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio a veces puede suscitar una reacción. Luchas contra él. Lo denuncias. Lo desarmas. La indiferencia no suscita respuesta.

La indiferencia no es un principio, es el final. Y, por ello, siempre es amiga del enemigo, porque beneficia al agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica al sentirse olvidada. El preso político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar: no responder a su dolor, ni aliviar su soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la memoria humana. Y al negar su humanidad traicionamos y engañamos la nuestra.

Recordó dónde estuvo: la sociedad estaba compuesta de tres categorías: los asesinos, las víctimas y los que se quedaban mirando. En los guetos y campos de la muerte nos sentimos abandonados, olvidados. Y nuestro único consuelo fue el creer que Auschwitz y Treblinka eran secretos estrechamente guardados; que los líderes del mundo libre no sabían qué pasaba detrás de esas púas de alambre. De haberlo sabido, pensábamos, esos líderes habrían intervenido. Y ahora sabemos que lo sabían: el Pentágono y el presidente, Franklin Roosevelt.

Una pregunta final.¿La valoración del siglo XX de Wiesel valdría para el actual?