El bonzo eléctrico

La polémica sobre el bono social eléctrico sacudió la vida política madrileña hace un par de semanas. Todo comenzó cuando el vicepresidente de la comunidad, Enrique Ossorio, reconoció en una comparecencia pública que se beneficiaba de esta ayuda gubernamental.

En su caso, la subvención ascendía a 195,82 euros, que es la asignada a los «consumidores vulnerables», frente a los 313,30 euros que se reserva para los «vulnerables severos». La noticia resultaba más que chocante, teniendo en cuenta que el colaborador de Isabel Díaz Ayuso tiene un patrimonio declarado superior al millón de euros, con un sueldo anual de seis cifras.

Semejante disparate es posible porque este recurso no sólo se aplica a hogares en riesgo de pobreza, sino que se extiende también a las familias numerosas, sea cual sea su renta. Aunque se trata de una iniciativa del ejecutivo central, son las comunidades autónomas quienes la gestionan. Concretamente, en la convocatoria de 2022, el gobierno madrileño autorizó el pago de cerca de 70 millones de euros para el bono social térmico, beneficiando a casi ciento cuarenta mil hogares, y es lógico pensar que muchos de ellos se encuentren en una situación similar a la del político popular.

A raíz de estas declaraciones, la oposición saltó lógicamente a la yugular del vicepresidente. Destacó por su vehemencia la enérgica protesta de Mónica García Gómez, la portavoz en la cámara autonómica por Más Madrid, el partido de Rita Maestre e Íñigo Errejón.

La dirigente progresista se rasgó las vestiduras ante la desfachatez de Ossorio, por disfrutar de una ayuda social para colectivos vulnerables mientras ingresa un sustancioso salario público. Creyó ver un filón para fustigar sin contemplaciones al PP, pero todo se vino abajo cuando se supo que... ella también estaba cobrando la misma subvención.

Éste es el nivel. Sin duda, hacía tiempo que no asistíamos a un tiro en el pie de semejante calibre. La portavoz intentó justificarse al más puro estilo de la Infanta Cristina, señalando que este tema lo gestionó su marido.

Todo apuntaba a que García Gómez sería incapaz de superar este ‘bonzo eléctrico’ involuntario, teniendo en cuenta la inminencia de las elecciones autonómicas, pero parece que el episodio se lo ha llevado el viento.

Sin duda, la profunda incoherencia que vienen evidenciando recurrentemente algunos dirigentes de la nueva izquierda daría para mucho. Sin embargo, prefiero centrar esta reflexión en un problema más de fondo, con el que convivimos desde hace décadas, y que nadie parece querer repensar: la concesión de determinadas ayudas a colectivos apriorísticamente vulnerables de forma mecánica. La ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, ya ha declarado que el Gobierno cambiará la regulación del bono social para introducir criterios de renta. Fantástico.

Rectificar, aunque sea tarde y como consecuencia de un escándalo, siempre es de agradecer. Pero sería un error poner el foco exclusivo en esta subvención concreta, sin ampliar la vista al modelo general que hemos ido construyendo con los años.

Creo que ya he contado alguna vez, en estas mismas páginas, una anécdota que vivió una cuñada mía, catequista en una parroquia de Vitoria-Gasteiz. Estaba participando con los chavales en la eucaristía para niños del domingo por la mañana.

Llegó el momento de las peticiones, y el osado sacerdote bajó al primer banco con el micrófono inalámbrico, para que los críos improvisaran sus ruegos. «Para que no haya más pobres», dijo el primero. Te rogamos, óyenos. «Para que no haya más enfermos», se arriesgó el segundo, tirando de la veta abierta por el primero.

Y el tercero, sin pensar mucho y por inercia, no se le ocurrió otra cosa que decir: «Para que no haya más ancianos», ante el estupor de algunos mayores sin sentido del humor y las carcajadas incontenibles del resto de la feligresía.

El proceso mental que llevó a este chaval a decir semejante barbaridad, ante una multitud y por los altavoces, es bastante evidente. Escuchó al primer crío preocupándose por las familias sin recursos y al segundo refiriéndose a las personas con problemas de salud, e inmediatamente vino a su mente la tríada de colectivos vulnerables que escuchaba cada semana en la catequesis: pobres, enfermos y mayores.

Sota, caballo y rey. Y calcó la fórmula. ¿Resultado? Pedir a Dios que no hubiera más ancianos en Vitoria. Además de divertido, puede que este silogismo nos parezca absurdo. Y lo es. El problema es que probablemente los adultos estemos cayendo en algo parecido al definir determinadas ayudas.

Pensemos en los dos siguientes ejemplos, que no son precisamente excepcionales. Caso 1: profesional cualificado recién jubilado, se ha ganado bien la vida, ahora ingresa una pensión del tramo superior, hace años que terminó de pagar el piso donde vive y no tiene a ninguna persona que dependa económicamente de él.

Caso 2: padre o madre de familia, con un salario medio, paga a duras penas la hipoteca de su vivienda, mantiene como puede a sus dos hijos y abona mensualmente sus matrículas de colegio o universidad.

El Caso 1 disfruta de acceso libre a esto, descuento en aquello, gratuidad en lo de más allá... Y todo de forma automática porque pertenece a un colectivo teóricamente vulnerable.

Y el Caso 2 carece de ningún recurso público o bonificación, pese a encontrarse en una situación objetiva mucho más ajustada. ¿Alguien en su sano juicio considera que este modelo, que obvia el nivel de renta o las cargas familiares, es mínimamente razonable o solidario?

Sospecho que el motivo por el que nadie osa replantear la política general de determinadas ayudas nada tiene que ver con la justicia o la equidad, sino con el creciente peso relativo de cada segmento de población en la masa electoral que pone y quita gobiernos.

Y por eso me temo que no lo cambiarán.

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