Contra el fanatismo

El fanatismo cada vez más extendido en nuestra sociedad es hijo del dogmatismo y nieto de la certeza ideológica, es la ceguera del pensamiento. La mente se obnubila y las ideas se oscurecen. O no se ven. El fanatismo significa radicalización política, intransigencia, intolerancia a las opiniones ajenas y falta de humor. «No me deje entre personas llenas de certezas», escribió el profesor italiano de literatura portuguesa, Antonio Tabucchi. «Esa gente es terrible». El fanático está convencido de una supuesta misión mesiánica, por lo que su mayor interés es salvar a su pueblo descarriado. Mesías ha habido muchos en nuestra historia. Ahí está el origen de nuestro pasado trágico.

Para combatir el fanatismo hay que abogar por la moderación, pues la persecución del absoluto, sin importar los medios, está en el corazón de todo fanatismo, como bien lo mostró Albert Camus, en su libro, El hombre rebelde. La moderación no significa el abandono del entusiasmo ni caer en el cinismo y la indolencia.

Son necesarios el humor y la curiosidad. El escritor israelí Amos Oz, quien escribió mucho y bien sobre el fanatismo, solía decir que nunca había conocido un fanático curioso o con sentido del humor. El humor eviscera los dogmas y los relativiza, pues invita a reírnos de nosotros mismos y abandonar nuestras pretensiones absolutistas, y la curiosidad nos lleva a explorar nuevos mundos e ideas, lo cual pone en riesgo las certezas dogmáticas propias del fanático. El humor y la curiosidad deberían ser virtudes cívicas, como antídotos contra el fanatismo.

Hay que crear «diálogos entre improbables», según el profesor John Paul Lederach. Tendemos a conversar y debatir con quienes piensan igual, lo cual es agradable, pero suele ser improductivo, pues refuerza nuestros prejuicios y el rechazo a los distintos. El cambio democrático auténtico «no surge de espacios de personas que piensan igual», sino cuando logramos «espacios de personas no muy probables», esto es, de personas «que vienen de formas de entender, percibir, ver el mundo muy distintas». Estos diálogos entre improbables son difíciles, pues pueden llevarnos a dudar de nuestras convicciones más profundas. Pero son enriquecedores personalmente, pues nos permiten descubrir otras visiones. Además, enseñan el respeto, o al menos la tolerancia, entre personas y grupos con visiones del mundo distintas, que es una condición necesaria para una democracia pluralista y el combate a los fanatismos. Fernando de los Ríos, ministro de Educación en la Segunda República, consideraba entonces que «la gran revolución pendiente en España es la del respeto». ¿Sigue pendiente?

Es muy importante valorar positivamente los conflictos y las diferencias. La democracia no supone la supresión de los conflictos para sumergirnos en un remanso de paz y en una identidad común, pues forman parte de la condición humana y persistirán. La democracia supone un esfuerzo, difícil y permanente por «construir un espacio social y legal en el que los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse sin que la oposición al otro conduzca a su supresión, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo». La construcción democrática supone reconocer al adversario como un opositor con el que se discute y discrepa, a veces con virulencia, pero que no es un enemigo a eliminar. La democracia rehúsa convertir la política en una lucha implacable entre enemigos, pues esa dialéctica amigo-enemigo (para Carl Schmitt es la esencia de la política) nos lleva al fanatismo.

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