Bancarrota
Estaba previsto que la actualidad local de esta semana girara en torno al ambicioso y acertado proyecto municipal que pretende dignificar el espacio público de la ciudad (pam a pam). Sin embargo, el monotema en las calles de Tarragona es el plan del consistorio para subir los impuestos locales, encarecer determinados precios públicos y reducir las gratuidades o bonificaciones de ámbito municipal (pim, pam, pum). Según el equipo de gobierno, si no afrontamos con realismo y valentía la crítica situación financiera del consistorio, esta institución entrará inevitablemente en quiebra el próximo ejercicio (chis pum).
Los catorce millones de euros de desfase entre ingresos y gastos son fruto de la confluencia de diversos factores, algunos perfectamente previsibles: el aumento del salario de los funcionarios; el impacto de la inflación, especialmente en el apartado energético; el encarecimiento de los créditos del consistorio por la escalada de tipos; la reducción de los ingresos, principalmente por la segregación de La Canonja; y, finalmente, la imposibilidad de aplicar el superávit municipal al gasto corriente, como sí se ha permitido durante los últimos años como consecuencia de la pandemia y la crisis ucraniana.
Para salvar este complejo escenario, según ha trascendido a los medios, el ayuntamiento maneja un documento de negociación con los partidos de la oposición que incluye varias medidas de ajuste: aumento del IBI y del Impuesto de Construcciones, incremento en las tarifas de los aparcamientos soterrados, encarecimiento de las zonas azul y verde, eliminación de miles de estacionamientos gratuitos, supresión de varios abonos de la EMT, etc. Aunque el documento también prevé la reducción de algunos gastos, parece evidente que el plan se orienta prioritariamente a aumentar los ingresos, un enfoque que sin duda escocerá en amplios sectores de la ciudadanía. A la hora de valorar esta lamentable tesitura, corremos dos riesgos fundamentales.
El primero consiste en cargar las tintas contra el actual equipo de gobierno, que acaba de tomar posesión y ha chocado de bruces contra el pastel. Obviamente, un desaguisado económico como éste no se genera en tres meses, sino que es la consecuencia de años (décadas) alimentando una máquina devoradora de recursos que excede manifiestamente nuestras posibilidades. Si hay que apretarse el cinturón, nos lo apretaremos sin rechistar, por civismo y por responsabilidad. Pero, al menos yo, exijo a cambio una rendición de cuentas de todos los partidos que han pasado por el gobierno municipal, explicando quién, cómo, cuándo y por qué se ha estirado más el brazo que la manga de forma absolutamente frívola. Por mucho menos que esto, cualquier organización medianamente normal encargaría una auditoría externa para identificar errores y depurar responsabilidades.
En el fondo, no es tan complicado. Una corporación debería gestionarse como cualquier hogar, ajustando los gastos a los ingresos, y evitando ir al límite porque las cosas se pueden torcer por mil razones: porque te suben la hipoteca, porque pierdes temporalmente el puesto de trabajo, porque surge un gasto inevitable e inesperado... Cualquier padre o madre de familia mínimamente prudente lo sabe perfectamente. ¿Por qué no actúan así algunas instituciones? Probablemente, porque no están jugando con su dinero, sino con el nuestro.
El segundo error es aceptar sumisamente el sablazo que nos viene encima, sin exigir simultáneamente un adelgazamiento equivalente en el gasto público corriente, no a base de suprimir servicios, sino de aumentar su eficiencia. Los últimos días, el nuevo alcalde ha propuesto inteligentemente reducir gerencias, rebajar sueldos y menguar la estructura municipal. Aun así, Tarragona ya era una de las capitales de provincia impositivamente más caras, que lleva conviviendo paradójica e inmemorialmente con unos servicios municipales manifiestamente mejorables. Y a partir de ahora, ni les cuento. Insisto, no se trata de crucificar al equipo de gobierno que acaba de llegar, sino de mirar de frente a la propia institución y reclamar un esfuerzo similar, como mínimo, al que tendrá que asumir la ciudadanía a partir de enero. El modelo de fondo debe cambiar. Qué menos.