Agotamiento postvacacional
Créanme, no es por tirarme el pisto, pero este agosto pasé unas vacaciones espectaculares. Estuve un mes fuera del país y allende los mares retomé amores, renové amistades y desconecté hasta el punto de a la vuelta no recordar las claves del ordenador del trabajo, que, según dicen, es la prueba de unas vacaciones exitosas.
O sea, que cuando tomé el avión para volver estaba en perfecto estado de revista. Pero, ay, amigo, fue llegar a casa y me di de cara con nuestra nunca suficientemente alabada política nacional y sus maravillosos protagonistas. Tardé apenas un noticiero televisivo y un revisar redes sociales en sentir cómo huían de mí todas las energías renovadas en vacaciones y me aplastaba el inasumible agotamiento que produce a cualquier habitante de esta pobre tierra nuestra tener que escuchar los discursos, los argumentos y las razones de quienes gobiernan nuestro devenir.
No sé qué fue primero. Si la portavoz del Gobierno dando la enésima declaración vacía y por completo carente de objetividad en la que insulta y denigra sin cesar a la oposición medio por existir, medio por atreverse a querer dejarla sin empleo; si fue la portavoz de la oposición declamando tontería tras tontería, como si de catilinarias se tratase y de un modo en el que nadie normal habla salvo, según se ve, ella cuando le ponen un micrófono delante; si fue este ministro demostrándonos que considera que el sueldo que le pagamos bien vale ser dedicado a repetir el ideario de su partido olvidando que le pagamos por ser ministro y no altavoz de una organización política; si fue aquel otro ministro bailarín hablando, hablando y hablando, pero no haciendo nada; si fue el líder de la oposición diciendo esto, después lo contrario, más tarde lo contrario de lo contrario y todo desde una absoluta incapacidad para construir una frase dotada de una mínima inteligibilidad (convertirá a Rajoy en Demóstenes); si fue la vicepresidenta flower power hablándonos como si fuéramos idiotas; si fue el expresidente de bigote ausente pero tan presente llamando a la yihad; o si fue el Presidente del Gobierno en su enésimo cambio de opinión hijo de la completa indiferencia que le produce la palabra dada.
Quizá fueron esos independentistas perdidos en la órbita del planeta que sea que orbiten; tal vez aquellos españolistas cada día más hiperventilados, deseosos de prender fuego a todo aquel que no sienta, viva y respire como ellos consideran que se debe sentir, vivir y respirar; seguramente fue todo el país alrededor del maldito beso cuya sola visión me hace querer apagar la televisión; todos diciéndome a quién debo odiar, con quién no me debo mezclar, a quién debo retirar la palabra y de quién debo sospechar porque, ya se sabe, no se puede confiar en nadie que no habite tu trinchera e incluso de ellos desconfía, porque la mitad son traidores emboscados y la otra mitad cobardes carentes de voluntad y arrestos.
Aguanté apenas un par de horas la tormenta de odio, miseria y confusión que le envuelve a uno cuando llega a este país y trata de hacerse una idea de la situación política general. Tal fue el agotamiento moral e incluso físico que sentí, que al poco huí de pantallas y bustos parlantes para refugiarme en un viejo libro de Chaves Nogales en el que, sirviéndose del relato, describe el cainismo que sufrimos durante la Guerra Civil y que, tristes de nosotros, parecemos condenados a repetir por los siglos de los siglos.
Quizá no fue una buena idea. Debí haber leído cualquier otra cosa. Haber comido media docena de pasteles con la esperanza de que el azúcar me endulzase el ánimo. Haber saltado desnudo por la ventana confiando en no romperme muchos huesos (vivo en un segundo) y ansioso porque me llevaran a un sanatorio mental donde no tuviera que sufrir la locura política nacional. ¿Tan difícil es respetar al otro? ¿Tan complicado es aceptar al diferente? ¿Tan imposible es tolerar a los demás, piensen lo que piensen, y tratar de trabajar juntos por el bien común? Así parece.
La consecuencia de mi agotamiento político postvacacional la comprueban mis alumnos en cada clase que doy desde entonces. Mi objetivo no es tanto explicarles este o aquel concepto jurídico, esta o aquella institución, este o aquel derecho. Mi objetivo es mucho más humilde. Tratar de contribuir, desde la insignificancia de mi posición y del poco tiempo que estoy con ellos, a que interioricen, siquiera conozcan, la idea más sencilla y al tiempo, según se ve, más complicada: la convivencia democrática en la asunción del inevitable conflicto de opiniones, pero en la irrenunciable tolerancia al otro. Sé que es una batalla perdida. Hay demasiada gente que se gana la vida con el odio. Pero, al menos, hay que intentarlo.