A 100

Algunos gurús afirman que la aparición de ChatGPT es la mayor revolución tecnológica (un game changer) desde la aparición del iPhone en 2007. La duda está en si este despegue y generalización de la inteligencia artificial (IA) es ‘progreso’ o si es simplemente una nueva excusa para la enésima reinvención del capitalismo, que necesita ‘innovar’ constantemente para sobrevivir creando nuevas necesidades prescindibles.

Lo cierto es que, desde mayo de 2020, el chip A100 de Nvidia posibilita el poder de computación necesario para que el algoritmo de ChatGPT, controlado por Microsoft, bucee en los, se supone, ya más de 2.000 millones de líneas de código que tenía Google en 2015. ChatGPT ‘asiste’ a requerimientos de los usuarios para crear documentos de toda índole (como demandas judiciales, tesis doctorales o recetas de cocina), tomar decisiones en empresas y negocios y programar máquinas; y, a través de aplicaciones similares, se pueden generar infinitas ilustraciones hiperrealistas (véase Midjourney) o componer música.

Ya lo están viendo venir: la robotización, ahora combinada con la IA, ya no solo afectará a los trabajadores manuales (blue collars), sino también a muchos profesionales que se ganan la vida con sus conocimientos y creatividad (white collars), cosas que hasta ahora parecía que solo podíamos hacer los humanos.

A esto, sus propios creadores e impulsores, claro, le llaman progreso. Afirman que siempre ha habido ludistas lloricas y quejosos de los avances tecnológicos; y que siempre ha habido personajes que los han usado mal (bomba nuclear, adolescentes deprimidos enganchados al móvil, destrucción tinderiana de familias, etc); pero que, ya veis, ahora estamos mucho mejor que hace décadas o centurias (vivimos más y mejor); y que tranquilos, que ya encontraréis otras profesiones a las que dedicaros en este nuevo paradigma que hemos creado para vosotros, para vuestro bien, y que los que viven en la nave de Wall-E (2008) son solo eso, dibujos animados.

No parece levantar sospechas entre los anestesiados humanos que quienes impulsan a la IA sean las grandes corporaciones (las dueñas de la tecnología) ni que el gobierno comunista de China proteste porque Estados Unidos le haya prohibido adquirir el chip A100 (del cual se necesitan 30.000 para empezar algo parecido a ChatGPT); y por eso China ha enviado espías por el mundo, uno de los cuales fue descubierto hace unos días en la empresa holandesa ASML, a quien robó tecnología única para su patria.

Nuestros congéneres, envejecidos o milenials con ‘perrhijos’, parecen más ocupados en hallar billetes baratos para arrasar Venecia y París –este último, literalmente– cada fin de semana; en competir por hallar mesa en un restaurante bien valorado con su artificialmente elevado emolumento o a crédito, como si no hubiese un mañana postpandémico; o en devorar la siguiente serie wokista de Netflix, como ya advertía en 2018 Byung-Chul Han, con la que sentirse mejor desde el sofá.

Europa está fuera de juego en todo esto, al tiempo que nuestros dirigentes a todos los niveles son cada vez más mediocres, adictos al postureo, confiando en que lo smart va a ser capaz de resolver lo que ellos son completamente incapaces ni de concebir ni de gestionar. Y todo esto hasta que llegue la ‘singularidad’, esto es, el día en que la IA tome decisiones por sí misma, sin necesidad de que la entrenemos más (prompts), y se dé cuenta de que ya no nos necesita y de que somos prescindibles.

Mientras tanto, otros parecen apostar por que la solución de todo, para evitar el fin del mundo, sea ‘decrecer’, o sea, ser cada vez más pobres, pasar más frío, comer menos proteína animal, no poder movernos con nuestro propio vehículo, no ser propietarios de nada (aunque otros más listos lo serán por nosotros), etc. Una especie de vuelta a la caverna.

Y por eso ponen más difícil circular o que se produzca carne para que la puedan consumir también los que tienen ingresos más modestos; y están interesados en generar más dinero falso y en subir impuestos para sostener energías renovables improductivas, o ya les va bien que las familias vivan hacinadas en minipisos, ‘coliveando’. Total, deben de pensar algunos, somos ya demasiados. Así lo afirmó, de hecho, la amante de los chimpancés Goodall, que en el WEF de Davos 2020 afirmó que el aumento de la población mundial está detrás de muchos otros problemas y que muchos de estos no existirían si el mundo tuviese la población de hace 500 años.

Habrá advertido el lector que ambas perspectivas, la tecnológica/progreso y la de decrecer/salvar el planeta, parten con la coartada de que son imprescindibles para nuestra supervivencia y por eso hace falta el control del Estado y de las corporaciones, siendo ahora el turno de la IA, después de 10.000 años organizándonos nosotros mismos en asentamientos humanos.

De alguna forma, se presentan como complementarias, vendiendo, por ejemplo, que con más smart cities habrá menos contaminación, mejor uso de los recursos naturales, etc.

Pero pocas veces sus propuestas se pasan por el tamiz de los derechos humanos, que por definición son derechos del individuo que puede hacer valer frente a la opresión del Estado y la de los demás.

Y es ahí cuando ya no queda tan claro si ir a cien tecnológicamente y que la IA trabaje, cree y decida por nosotros está muy de acuerdo con el derecho al trabajo, a la intimidad, al libre desarrollo de la personalidad y a la libertad.

Especialmente viendo cómo se está usando ya en China para generalizar e incluso exportar el control facial y el ranking reputacional social para la monitorización y el castigo de sus ciudadanos díscolos. Lo mismo sucederá cuando, si triunfan, tengamos que usar, sí o sí, el transporte público y el euro digital, de manera que nuestros gobernantes y las grandes empresas podrán saber en todo momento dónde estamos y con quién y qué hacemos, algo que, de momento, solo pueden conseguir de los usuarios de las ‘apps gratuitas’. O cuando tengamos que depender del Estado e IA para calentarnos o no morir de hambre, a lo Soylent Green (1973).

En fin, que no todo cabe bajo la mágica palabra ‘sostenible’; que los derechos del individuo deben ser una barrera infranqueable para todo ello y que en la mesura está la virtud de las cosas. La concentración del poder (el A100 ahora) en pocas manos, sean privadas o del Estado, no ha llevado nunca a nada bueno.

Distribuir las riquezas y las posibilidades debería ser la prioridad. Como escribió Chesterton en 1927: «El distributismo ideal solo es improbable; un comunismo ideal es solo imposible; pero un capitalismo ideal es inconcebible».

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