Típex

Siempre he sido un chapucero. Mis apuntes eran un variopinto fajo de folios en los que convivían sin orden ni concierto fotocopias y manuscritos, en hojas de tamaños desiguales. Durante mi juventud muchas veces me propuse mejorar la letra, que ha ido degenerando hasta convertirse en una especie de dialecto árabe de formas sinuosas, más indescifrable que cualquier código secreto.

Cuando me equivocaba, había una voz interior que me decía lo que había que hacer: arrugar el papel, tirarlo y empezar otra vez de cero. Jamás hice caso a esa voz interior. Tachaba, escribía encima, ponía notas apretadas en los márgenes, hacía correr ríos de típex por los renglones. Profesaba una mezcla de admiración e inquina hacia las compañeras que tomaban apuntes con hermosa letra redondilla perfectamente legible, guardando sangrías y espacios, con bolígrafos de dos o tres colores y una correcta división en títulos y apartados.

Durante muchos años aquella diferencia me torturó. Sin embargo, ahora por fin he comprendido, aplicando los conceptos de la politología moderna, que los de aquellas chicas eran unos apuntes fascistas, organizados de manera castrense y de una claridad insultante para los menos favorecidos cerebralmente como yo. Los míos, en cambio, eran un ejemplo de mestizaje y diversidad cultural, una ruidosa y solidaria batukada caligráfica.

Por eso me solidarizo hoy con la ministra Irene Montero, que, en vez de rehacer la ley del ‘solo sí es sí’, quiere apañarla con unos tachones en la exposición de motivos. No sabes cómo te comprendo, Irene. Los chapucillas tenemos que ayudarnos. Si quieres, te paso un bote de típex que aún guardo en el cajón.

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