¡Pobre Manolete!
No me extrañaría que en Barcelona se cuestionara de nuevo la calle dedicada al general Prim
Poner nombre a las calles no es un acto inusual en la vida ciudadana. En el mundo romano, las “vías” marcaban con claridad la ubicación de casas, edificios y plazas. De hecho, hace cientos de años que se denominaban de una forma determinada y constante las calles de las villas i ciudades. Inicialmente, las calles se distinguían por la existencia de algún accidente topográfico o geográfico: calle de arriba, calle de abajo, calle del centro, cuesta del castillo, etc. Además, la ubicación de la iglesia, unas fuentes, árboles u otro tipo de singularidad servían también como identificador del sitio o lugar. En época medieval fue habitual que algunas calles ostentaran el nombre de los oficios que mayoritariamente residían y trabajaban en aquél lugar: caldereros, carpinteros, herreros, panaderos, drogueros y un largo etcétera. Con el paso del tiempo, a esta nomenclatura tradicional se le fueron añadiendo nombres propios o significativos. Por ejemplo, los referidos a la persona o figura del monarca (calle del rey o real, plaza del rey); a figuras eclesiásticas en honor o recuerdo de algún santo; y a particulares que por un motivo u otro habían fidelizado en el costumbrismo local y popular la denominación de una calle o plaza.
Pero, en general, todos estos nombres habían surgido de forma espontánea, sin que las autoridades hubieran intervenido de modo o forma expresa (con la excepción, quizá, de las calles en honor del rey). Este panorama cambiará de forma importante en el siglo XIX, y ello por varios motivos. Por ejemplo, la necesidad de contar con nombres claros y comúnmente aceptados por todos para proceder a un reparto ordenado y continuado del correo postal, especialmente en las grandes ciudades. Pero quizá el motivo más destacado es la transformación liberal del municipio, especialmente a partir de la legislación de 1813, que otorgó a los ayuntamientos un amplio y variado contenido de competencias y atribuciones, entre ellas, la de regular el urbanismo de las ciudades. Lógicamente, el fijar el nombre de las calles era una parte imprescindible de esa competencia urbanística. Y así lo ejercieron los ayuntamientos. Sin embargo, los vaivenes políticos del siglo XIX español, y ya no digamos del siglo XX, provocaron que de forma continuada y persistente se cambiaran los nombres de muchas calles. De tal forma que a los ayuntamientos liberales o progresistas les faltó tiempo para bautizar las calles de nombres antiguos con nombres de políticos o militares de su misma opción política. Y viceversa: cuando eran los moderados los que se hacían con el poder, los nombres volvían a cambiarse, pero en sentido contrario.
Esta situación se estabilizó un poco con la aparición de los “Nomenclátor”, es decir, la relación oficial de los nombres de las calles de una ciudad. En Tarragona, por ejemplo, el primer Nomenclátor se aprobó en 1840. Pero no sirvió para frenar la voluntad de cambio partidista en los nombres de las calles: muchos nombres de militares heroicos de la guerra de Independencia y de la lucha contra el absolutismo, como las calles dedicadas a los generales Lacy, Riego, El Empecinado o Torrijos duraron poco en el Nomenclátor tarraconense. En el siglo XX, durante la IIª República y la guerra civil se cambiaron oficialmente muchos nombres (la Rambla Nova pasó a Rambla del 14 de abril, etc.), y después, el franquismo hizo lo propio (la Rambla pasó a ser la Rambla del Generalísimo, etc.). Aunque a nivel cotidiano o popular, las calles siguieron manteniendo su nombre tradicional.
Con la llegada de la democracia municipal, a partir de 1979 se modificaron oficialmente las calles con los nombres más destacados del régimen franquista. Aunque este proceso no se produjo con la misma intensidad en todas las ciudades españolas, hoy es raro encontrar alguna calle con reminiscencias del franquismo. A raíz de las últimas elecciones municipales, algunas formaciones de nuevo cuño, preocupadas por la “estética”, están revisando de nuevo con lupa los callejeros, para extirpar cualquier recuerdo del régimen de Franco. Por ejemplo, se está valorando si la calle que en Madrid recuerda al matador de toros Manolete (1917-1947) merece su continuidad, atendiendo a una supuesta tibieza del torero respecto del régimen político vigente. No me extrañaría que en Barcelona se cuestionara de nuevo la calle dedicada al general Prim, que con pocos miramientos doblegó la resistencia de la ciudad bombardeando a los obreros insurrectos.
En fin, esto puede ser una espiral sin límite. Bueno es que se eviten nombre de calles que puedan herir la memoria colectiva. Pero si borramos todo rastro del pasado, del pasado bueno y del pasado malo, corremos el peligro de educar a las nuevas generaciones en la convicción de que no hubo pasado alguno, de que todo es presente y quizás futuro. Que es, precisamente, lo que pretendía el “Gran Hermano” de Orwell para controlar la Humanidad. ¡Pobre Manolete!