La receta de la abuela, un lujo de «pobres»
Leía estos días unas declaraciones de María Nicolau, posiblemente la crítica gastronómica más iconoclasta de este país –el haber recorrido desde abajo el camino de los mesones hasta los restaurantes de lujo forjó su carácter–, que merecen una reflexión en estos tiempos en que la forma se come al fondo.
Esta mujer, que tuvo entre sus destinos como chef un balneario, la Fonda Europa de Granollers, el hotel Princesa Sofía de Barcelona y un restaurante en Haro (La Rioja) donde preparó 30 postres diferentes de kiwi para un cliente con dieta estricta durante un mes, asegura que «en nuestro país, con 20 euros, ahora es muy difícil comer bien de cuchara, algo que no ocurre en Italia o Grecia, donde te apalean si criticas un restaurante que hace comida de la abuela.
Aquí hemos dejado de lado esas recetas de las abuelas porque las consideramos de viejos y pobres y de esta manera, nos hemos perdido el respeto a nosotros mismos. ¿Cómo es posible que todos los restaurantes que se consideran de clase media acaben haciendo tartar de salmón, y encima muy regular?
Nos hemos olvidado de quiénes somos por culpa del síndrome de Bienvenido Mr. Marshall». No le falta razón. No saben la alegría que siento cuando descubro uno de esos restaurantes de pueblo o de carretera donde te ponen el puchero en la mesa y sabes que se trata de una cocción a fuego lento hecha con ese cariño y saber hacer que parece en peligro de extinción.
Llámenme «viejo o pobre», pero llévenme a esos mesones donde aún conservan la receta de la abuela en lugar de a esos sitios donde te ponen un plato muy grande y muy bonito con una pequeñita esferificación de no sé muy bien qué en medio. Qué quieren que les diga, uno sigue siendo de pueblo. Y a mucha honra.