Votar sin pagar las consecuencias

Los países, como las personas, tienen memoria y subsconsciente, una memoria colectiva que en nuestro caso nos ha hecho reacios durante 50 años al enfrentamiento y la radicalidad de las pistolas y la violencia

La democracia española ha disfrutado de medio siglo, y la UE de 75 años, ya de moderación y centrismo en sus gobiernos; pero las urnas parecen ahora, cita tras cita, ir poniéndoles fin. Crecí comprobando en cada campaña electoral que quien ganaba el centro ganaba las elecciones; pero ahora presenciamos cómo la gesticulación digital sin consecuencia reales parece dar ventaja a los radicales que no tienen responsabilidades.

Hoy puedes conseguir tres diputados, tantos como Sumar que está en el Gobierno, despotricando, como Alvise, ante una cámara en internet de 15 euros en Amazon, sin haber sido siquiera presidente de tu escalera de vecinos. Solo tienes que brindar para problemas complejos, como la inmigración, soluciones simples, fácilmente comprensibles...Y erróneas. Quienes las prometen obtienen el escaño sin sufrir el fracaso ni el ridículo de que todos comprobemos que vendían disparates.

Ese es el secreto de los ultras, de derecha e izquierda, en la era digital: lograr votos suscitando emociones fáciles; votos sin consecuencias. «Lo malo de la democracia -sentenciaba Churchill con sorna al perder comicios- es que la gente vota lo que le da la gana». Y es verdad: puedes dar tu voto a los animalistas o al tío más animal en la pantalla de tu móvil largando contra todo; puedes darte el gustazo de votar a quien quieras, porque no vas a tener que pagar el coste de que semejantes cenutrios lleguen a gobernar.

Si, como dicen algunos de esos diputados de la rabieta, basta con meter a los inmigrantes en otra patera y que vuelvan a casa, quienes les votan deberían encontrarse al día siguiente con sus calles sucias, porque ningún inmigrante las ha limpiado; con su madre abandonada, porque el inmigrante que la cuidaba ha sido expulsado; si no pagáramos impuestos, como piden, quienes les votan deberían resignarse a quedarse sin hospitales, escuelas ni pensiones.

Si todos nuestros problemas, como asegura esa ultraderecha al alza, se deben a nuestra falta de soberanía nacional y que si la recuperamos toda para el estado, perdón, la patria española, o la logramos toda con un nuevo estado catalán o vasco o gallego o manchego, y se la restamos a la UE, que en el fondo es lo que molesta a quien financia a estos ultras, también tendremos más fronteras y más aranceles, que encarecerán, por ejemplo, los coches o la gasolina.

Lo recordará quien haya vivido los tiempos en que España tenía soberanía plena, como la tuvo Albania, el estado más soberano, no pertenecía a ningún organismo internacional, y más pobre del planeta. Pero quien vota por disolver la Unión Europea se desharía en maldiciones si lo consigue cuando tuviera que pagar el coste de hacer horas de cola en cada frontera; tener que pedir siete visados para irse una semana de vacaciones por Europa o, lo peor de todo, quedar a merced solo de nuestros políticos locales sin ninguno de los contrapoderes de Bruselas que, pese a todos sus defectos, evitan que los de nuestros gobernantes sean peores.

Los países, como las personas, tienen memoria y subsconsciente, una memoria colectiva que en nuestro caso nos ha hecho reacios durante 50 años a matarnos -ETA fue el último coletazo de la guerra civil- al enfrentamiento y la radicalidad de las pistolas y la violencia. En el de Europa fue la guerra mundial y sus siete millones de muertos los que nos hicieron alérgicos a las guerras. Intento explicarlo a mis alumnos en la URV y a quien quiera oírme: la paz y la prosperidad compartida no son gratis. Está hecha de renuncias a nuestras emociones y reacciones; y de confianza en nuestras respuestas y razones.

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