Puigdemont: nueve semanas y media
El fin de los grandes pactos. Perdonen el lloriqueo, pero aún sigo convencido de que es mejor un pacto regular para tu causa que una derrota segura para la de todos
Va a sonarles a ustedes como un lamento boomer de alguien que, como yo, nació en los 60; pero echo de menos aquella política de los grandes pactos que, a medida que me hacía mayor, sacaba del hoyo de la dictadura a este país: el pacto de la Transición; los de la Moncloa; el pacto territorial de las autonomías (el peor acabado) y, si aún han seguido leyendo hasta aquí, el que permitió con la complicidad de todos acabar con el terrorismo de todos los sectores.
Después llegó la alternancia PPPSOE –con todos sus defectos y el peor, la corrupción– que hizo previsible la planificación económica y, por tanto, la inversión: porque a nadie le gusta comprarse un piso o una fábrica en enero pensando que los impuestos y las leyes serán unas y descubrir en mayo que ahora ya es otro país con normas y fiscalidad diferentes.
Para crear empleo de calidad más allá de los chiringuitos de playa, que adoro, hay que arriesgar –sea un accionista de tres mil euros o tres mil millones– muchos millones en sectores que tardarán décadas en devolverlos: hay que estar seguro de que no habrá sorpresas políticas.
Por supuesto que siempre quedaban algunos descolgados de esos grandes pactos; pero todos entendíamos que eran minorías radicales siempre dispuestas a exigir más y más. La gran mayoría nos quedábamos algo descontentos siempre con lo pactado, porque los sentimientos de cada uno nos pedían más; pero la razón de todos nos hacía conformarnos.
Los militantes buscaban no solo por sus objetivos de partido, sino hacer posibles aquellos grandes pactos para toda la sociedad...¿Recuerdan? El pacto por la enseñanza; por la sanidad; por Europa...
Pero al empezar este siglo se acabaron los pactos por la razón colectiva y empezaron los activismos por la causa. Un puñado de activistas con la ayuda de las redes perseguía una causa divisiva hasta conseguir que la mitad más uno de toda la sociedad estuviera de su lado. Mientras tanto, lograban subvenciones y sueldecitos de los presupuestos públicos. La percepción de corrupción, dejadez, oportunismo y mediocridad que inspiraban los grandes partidos ayudaban a su joven y fresca militancia por la causa.
Después, fueron ocupando el espacio en los extremos de los partidos hasta condicionarles. Así pasamos de la política de los dos partidos a la de los grandes bloques, que hoy ha vuelto a dejar –y ya van tres veces– colgado nuestro parlamento estatal.
Perdonen el lloriqueo, si es que han llegado hasta aquí, pero aún sigo convencido de que es mejor un pacto regular para tu causa que una derrota segura para la de todos.
Por eso titulo: «Puigdemont: nueve semanas y media», que son las que hoy faltan exactamente para tener presidente o elecciones repes, porque van a ser tórridas de exhibicionismo y striptease demagógico, como las nueve semanas y media de aquella película tan mala de Kim Basinger, que no lograba llamar la atención ni una sola vez por el previsible contenido de sus frases, sino por la inflexible desnudez de sus argumentos.
Y es que me temo que vemos el pulso entre la mentalidad activista a tumba abierta y quienes aún soñamos con vivir en un país felizmente aburrido por previsible: sin cárceles ni amnistías, como la Noruega de la prosperidad compartida que envidio a mi amigo el nobel Finn Kydland cuando explica que el fondo de inversiones que pertenece a todos los noruegos ha vuelto a ganar, con o sin petróleo caro, más que ningún otro en el planeta.