Las acusaciones contra Trump no pueden minimizarse o justificarse

Quienes defienden a Trump critican la severidad de la Justicia y apelan a su derecho a la libertad de expresión recogido en la Primera Enmienda de la Constitución

Trump hasta en la sopa. Es agotador, como periodista y como ciudadano, estar cubriendo estos años la política estadounidense. Se pueden imaginar (bueno, también ustedes lo sufren) lo que suponen estos días. Pero toca. No hay otra. ¿Por qué? Porque las acusaciones contra un expresidente y hoy candidato a las primarias republicanas no tienen precedentes, son gravísimas y no pueden ser ignoradas.

He visto estos días muchos analistas, la mayoría conservadores, haciendo dos comentarios que me gustaría considerar. El primero es la diferencia que ellos ven en la atención a los problemas legales que tiene Hunter Biden, el hijo del hoy presidente de Estados Unidos, y que podrían afectar a su padre. La segunda es respecto al supuesto derecho, dicen, de Donald Trump de haber dicho lo que dijo tras perder las elecciones. «Lo protege la Primera Enmienda de la Constitución», dicen, la que consagra el derecho a la libertad de expresión.

Hunter Biden no es una perita en dulce que digamos. Sus problemas con las drogas, sus negocios poco claros –especialmente cuando su padre era vicepresidente de Obama–, sus relaciones íntimas con prostitutas... Claramente tiene un pasado oscuro en el que los excesos pudieron cruzar la barrera de la legalidad. La Justicia lo está investigando y tiene un juicio por eso en el que enfrenta dos cargos de evasión fiscal y uno de posesión ilegal de arma. La campaña de Trump, y la mayoría de republicanos, critican estos días que las imputaciones a Trump se han conocido cuando Hunter Biden enfrentaba su juicio, y esa coincidencia les lleva a denunciar la actuación del Departamento de Justicia al que ven como manipulado porque imputa a Trump o hace públicas las acusaciones cuando Hunter Biden tiene problemas, para –dice– tapar la noticia. No sé; nadie sabe si hay esa intención, pero los casos no son comparables. La acusación a Donald Trump de «conspiración para defraudar a Estados Unidos», «conspiración para obstruir un procedimiento oficial», «obstrucción e intento de obstruir un procedimiento oficial» y «conspiración contra los derechos de los ciudadanos» son de extrema gravedad, y no son comparables al de posesión ilegal de armas o fraude fiscal. Construir esa narrativa de que unos son para tapar los otros, o –como dice la campaña de Trump– ‘¿Coincidencia o corrupción?’, es no entender o no querer ver la gravedad de los cargos contra Trump.

La segunda, el derecho a la libertad de expresión: sin duda, la Primera Enmienda de la Constitución (y si es la primera no es por casualidad) protege ese derecho. ¿Tenía Donald Trump derecho a pensar y decir que él ganó las elecciones del 3 de noviembre de 2020 y que le robaron la elección? Sí. Punto. A pesar de que él tenía toda la evidencia de que no fue así. Lo dijo, y dijo que lo pensaba. Hasta aquí, todo bien. El sistema funcionó, hubo cambio de gobierno, y... aquí paz y allí gloria. ¿Paz? No. Paz no hubo porque el 6 de enero de 2021 hubo un asalto al Capitolio con violencia de sus seguidores en el que murieron 5 policías, hubo numerosos destrozos, y se intentó alterar el procedimiento previsto para la certificación de votos. Eso fue un crimen. Trump era presidente, y el cargo infiere al que lo ostenta una condición de autoridad que no tiene un ciudadano corriente. Las palabras de un presidente pueden ser una orden para muchos. ¿Se imaginan que no lo fueran? ¿Se imaginan a un funcionario de la Casa Blanca o del Pentágono desoyendo una instrucción presidencial? Claro, usted me dirá que no es lo mismo. Pero sí lo es: porque Trump pidió a funcionarios electos –¡al mismo vicepresidente entonces, Mike Pence!– que detuviera la certificación; y a sus cientos de miles de seguidores a los que él concentró a varios centenares de metros del Capitolio, ¡el mismo día de la certificación!, a protestar («¡será salvaje!», tuit del 19 de diciembre), y los invitó a caminar hasta el lugar de la certificación y «luchar como demonios» porque si no, les dijo, «ya no van a tener país». Y lo que vino después ya lo conocemos.

La incitación no es un delito según la Primera Enmienda, a menos que cumpla con ciertos criterios: debe tener la intención de causar violencia (y se infiere esa intención de las circunstancias) y tiene que ser probable que cause violencia. ¿Incitó Trump? Por eso, entre otras, se le juzga.

Las acusaciones contra Trump son serias y no pueden minimizarse o justificarse.

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