Dónde está la belleza

La belleza existe. Nos queda la belleza del cuerpo que cuenta historias. El perfil griego de gorgonas, de las guardianas de la memoria. El sexy subido de los defensores de los bosques. La sonrisa de las supervivientes

La mirada

Sospecho de la belleza que no habita en los intersticios de lo vulnerable, de los matices. Los cánones típicos de la belleza están ahí, bien resguarnecidos en algunas circunvalaciones del cerebro imposible de extirpar. Decimos que no, pero en el fondo sabemos. Ser guapo, ser joven, ser delgado. He aquí la verdadera Santísima Trinidad de nuestros días. Pero algo huele a podrido en este remanso de bellezas canónicas que son la publicidad, las redes sociales, lo mediático y los bares, los patios de las escuelas y cualquier lugar donde seamos más de uno. Algo se mueve en lo profundo. Una ansiedad está por hacerlo saltar todo por los aires. Y cuando manda la ansiedad la belleza ya no está en el ojo de quien mira ni en lo mirado, está en otro lugar. Fronterizo, bastardo, excesivo. Si el Renacimiento sublimó la belleza clásica, empezamos ahora a subliminar el abismo, lo deforme, lo periférico, lo diferente, lo raro, el otro. La belleza empieza a estar en lugares que ni nos imaginamos.

Cayó el centralismo de la belleza, el imperio de lo natural. La belleza ya no es una cara bonita, es una cara compleja, es una cara que dice alguna cosa, que le grita al mundo sus verdades. ¿Es esto verdad? ¿Sirve esto para realmente cambiar la estructura mental que nos tiene a todos encarcelados en los viejos cánones? Bello es lo caro y lo nuevo. No ha cambiado el mundo, ha cambiado el lote de productos aspiracionales. Ya no vende –solo– el cuerpo ario, nórdico, anguloso y agudo. Ya no vende –solo– lo impecable, el orden, la puesta de sol, sino también las cicatrices.

Entonces, ¿dónde está lo bello? Madonna en los últimos Grammy aparece diferente. El uso del adjetivo diferente difiere mucho de los que se están usando estos días. Los insultos son más fáciles de escribir que el razonamiento.

No, la belleza no existe, o digamos que no era esa la belleza que nos merecemos. Belleza sería que no me pareciera absurdo que una mujer vagabunda entre en una farmacia y se gaste todas las monedas acumuladas durante varios días de aguantar el frío en una calle de Bruselas en una crema para el rostro. Belleza sería que las condiciones estructurales cambiaran para las negras, las amarillas, las marrones, las gordas, las que son esto o aquello o lo de más allá no tuvieran que explicar que son esto, aquello o lo de más allá. Belleza sería que todo esto que digo no sirviera para vender unos nuevos jeans que, por cierto, han necesitado del trabajo en esclavitud de miles de personas en Bangladesh. Cada jeans que llevamos. Pero eso es otra historia. Belleza sería la eliminación de todo tipo de canon de belleza. Al menos no lo haremos solos. Lo decía el escritor japonés y premio Noble de literatura, Kawabata: «Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana».

Pero después de tanto buscarla, quizá sí exista la belleza, una agazapada en el paisaje de los supervivientes, en lo que aún no hemos perdido. Nos queda la belleza del cuerpo que cuenta historias. El perfil griego de gorgonas, de las guardianas de la memoria. El sexy subido de los defensores de los bosques, de las playas, de los senderos, del aire que respiramos. La sonrisa de las supervivientes. De los supervivientes de esta lucha contra unas leyes que no se hicieron para hacernos más justos, ni más felices, ni más buenos. Se hicieron para que no dejáramos de dar vueltas en la noria infernal. Será que la única belleza posible es la libertad.

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