De fantasmas y vivos
Recuerdo perfectamente aquellas primeras lecturas del género. Libros que rondaban por las estanterías de casa. El encuentro transcurrió seguramente a la salida del colegio
Me pregunto a menudo por qué me gusta tanto el terror. Por qué leen y escriben terror, de dónde sale ese gusto por lo macabro, lo morboso, lo espeluznante. Aunque, ¿acaso Stephen King no es el escritor más famoso del mundo? ¿Para cuándo la Academia Sueca dejará de hacerse el ídem y le dará el merecidísimo Premio Nobel? Es una pregunta prepotente que parece ignorar una popularidad sostenida y una pulsión ancestral: contarse historias de miedo para aprender a enfrentar el miedo y hablar de la muerte para ser capaces de aceptar lo inevitable: que nadie va a estar aquí para contarlo a partir de un cierto tiempo.
Recuerdo perfectamente aquellas primeras lecturas del género. Libros que rondaban por las estanterías de casa. El encuentro transcurrió seguramente a la salida del colegio. Las hermanas Brönte. Cumbres borrascosas, sí, pero, en mi caso, Jane Eyre. Y, no, no pongan esa cara. Las Brönte son puro terror. Empecé a leer fascinada por esa geografía extraña. Recuerdo aún el impacto de la palabra «páramo». Algo húmedo, mojado y frío. Jane Eyre vagando por el páramo, toda esperanza perdida y la voz de Mr. Rochester llamándola desde otra realidad. El maltrato, la injusticia, la aleatoriedad de la autoridad, eso es el terror. Por primera vez la literatura me provocaba algo físico, el libro que te habla directo al corazón.
¿Cuántas escenas así habría en una biblioteca? La exploración era necesaria. Encontré al bebé fantasma que lloraba del otro lado de la pared en un hotel de Montevideo en el cuento La puerta condenada, de Julio Cortázar. Di con Poe y Lovecraft, y La biblioteca de Babel dirigida por Jorge Luis Borges y editada con amor, lujo y un gusto irreproducible por Franco Maria Ricci que aquí nos llegó de la mano del primer Siruela. Algo impensable hoy.
La sección ‘Informe sobre ciegos’ de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, acerca de esa secta subterránea que aún me pone los pelos de punta o El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges, donde aparece la banshee, el hada celta que llora debajo de las ventanas de quien va a morir, y sobre el hidebehind («se esconde detrás»), un ser que siempre está a nuestras espaldas, que nunca vemos, ni por el rabillo del ojo, pero ahí se oculta y un día se decidirá a dar el golpe final.
Ningún fantasma es sólo un fantasma: son la expresión de un trauma. Algunos son los responsables del horror. Otros son el resultado de una injusticia que necesita reparación. Esa reparación es imposible porque el crimen ya ha ocurrido y quien necesita consuelo somos nosotros, los vivos.
Porque de eso se trata. En estos días de muertos y difuntos, de cementerios floridos, de panellets y castañas, de incertidumbre climática y de virus mortíferos, lo que nos da terror no son los pobres fantasmas, ni los muertos vivientes, ni los hombres lobo, ni los vampiros, ni cualquiera de las criaturas que pueblan la imaginación macabra de un número ingente de escritores.
Lo que nos aterra son los vivos, todos los vivos, porque en todos habita la posibilidad de que, en cualquier momento, el hidebehind decida hacer de nosotros un monstruo.