La madrede cada día

Estimadas y estimados. Hoy es la fiesta de las Vírgenes encontradas, con una multitud de advocaciones y santuarios a lo largo de nuestra geografía que patentizan la devoción secular a la Virgen María. Me he encontrado con el libro del sacerdote Josep M. Ballarín, Santa María, el pan de cada día, galardonado con el premio Ramon Llull en 1996. La obra nos puede gustar más o menos. Ha tenido muchos lectores devotos y unos cuántos detractores furibundos. Pero, por encima de los aciertos o de los errores del autor, encontramos el retrato de la Virgen María como una mujer silenciosa y sencilla, que durante treinta años tan solo hizo de ama de casa: «Barrer, coser, ir a la fuente, hacer la colada, encender fuego, poner a hervir el puchero, amasar el pan de cada día y poner la mesa». Después vendrían tres años más, durante los cuales María se quedaría muy sola: «Mientras el Hijo anunciaba la Buena Nueva, María vivió en el desierto haciendo las faenas de la casa».

Esta mujer de pueblo discreta y recluida, sin más relieve que el del trabajo cotidiano, nos hace pensar mucho en nuestras Vírgenes románicas. El escritor francés André Malraux, a propósito de las Vírgenes románicas y, concretamente, contemplando la de Dijon, escribió: «Aquello que aparece en esta imagen, sin precedentes en la escultura europea, es la unión de un rostro vulnerable con un cuerpo acorazado; la unión del patetismo con una forma muy elaborada: la trascendencia de la humildad». La humildad transcendida, es decir, la promoción de la fragilidad humana a la realidad divina, la plasmación más exacta de las bienaventuranzas, el misterio que la misma Virgen expresó en los versos conmovedores del Magnificat: «[El Señor] enaltece a los humildes» (Lc 1,52).

Esta Madre escondida entre cuatro paredes no mereció nunca el elogio de su Hijo. Bien al contrario, siempre fue relegada a un segundo término. Cuando una mujer, admiradora de Jesús, le gritó «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron», él recondujo inmediatamente la frase: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,27-28). Cuando, en plena predicación, avisaron a Jesús de que había llegado su madre, todavía se mostró más contundente: «El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). El novelista Georges Bernanos se admiraba de estos hechos y los comentaba así: «La Virgen María no tuvo triunfo ni milagros, porque su Hijo no permitió que la gloria humana la tocara, ni siquiera con la punta más ligera de su gran ala salvaje». Del mismo modo que no dejó que la tocara el pecado: «Ella ―dice Bernanos― detesta el pecado, pero, a fin de cuentas, no tiene ninguna experiencia, aquella experiencia que no ha faltado a los santos. Por eso la mirada de la Virgen es la única mirada infantil de verdad, la única mirada auténtica de niño que se haya puesto nunca sobre nuestra vergüenza y nuestra desgracia».

Esto es lo que nos hace a la Virgen más próxima y más indispensable. Esto es lo que la hace más parecida a las imágenes románicas y a la Santa María de Mosén Ballarín. Esto es lo que hace de la Virgen María nuestra madre de cada día

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