Identidad
Estimadas y estimados. Cuando preguntamos quién es una determinada persona, solemos fijarnos en su profesión, su estado de vida, su edad, su familia o incluso sus hobbies. Esta es la manera que tenemos de socializar y de conocernos, actitudes imprescindibles para todo ser humano. Sin embargo, en el caso de los Evangelios sorprende la falta de este tipo de información. De muchos hombres y mujeres incluso se ignora su nombre, mientras que, de los discípulos, esenciales en el relato, también llegamos a saber poco. De hecho, lo que se da a conocer está siempre en función de un mensaje, de una catequesis. Por ejemplo, se nos dice que Pedro y Andrés, o Jaime y Juan, eran dos parejas de hermanos y pescadores, pero ―ante la llamada del Maestro―, lo que se quiere resaltar es la prontitud de los cuatro para dejar trabajo y familia, ambas columnas identitarias de la época. Sabemos que Mateo era recaudador de impuestos y esto nos hace entender hasta qué punto la escuela de Jesús se abrió a todos los estados sociales, incluso a los peor vistos y considerados pecadores por la religión de la época. O sabemos que éstos o ésos otros eran paralíticos, sordos o extranjeros, para dejar claro que la liberación del Reino llega hasta las pobrezas más ásperas del ser humano. En realidad, lo que interesa de estos personajes es su apertura a la Buena Nueva de Jesús, auténtico protagonista del relato. Es decir, no se valora a la persona concreta por su historia personal, ni siquiera por sus cualidades sociales o religiosas, sino que se remarca la intensidad de su vínculo con el Maestro. También nosotros, cristianos de todos los tiempos y nacionalidades, tenemos una personalidad bien definida: ser seguidores de Cristo. Y esto tiene repercusiones muy serias en nuestras vidas. En medio de un mundo ansioso por mostrar una imagen perfecta de las personas ―incluso se la debe inventar a través de plataformas virtuales―, nosotros debemos presentarnos transparentes y nítidos. No tenemos más que una identidad: «¡Dios nos llama hijos suyos, y lo somos!» (1Jn 3,1); y una misión: «Pero vosotros, en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). El hecho de que seamos seguidores de Cristo nos da a todos la misma dignidad. En el plano esencial, los ministerios, los oficios, la pertenencia al sacerdocio o al laicado, quedan en un segundo plano, porque, como repite tantas veces el Apóstol: «Pues, así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros cumplen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros.» (Rm 12,4-5). Con una imagen tan clara como esta, ¿por qué seguimos perpetuando actitudes de competitividad, de autosuficiencia, de vanagloria? No existen sarmientos más destacados que los demás; lo importante es que todos juntos, injertados en la vid verdadera, demos el fruto dulce del alimento divino a todos los hombres y mujeres que nos rodean. ¿Será posible construir un mundo donde lo que somos y queremos ser nos una a todos nosotros más que nos separe? La Iglesia tiene ese sueño como un mandato: vivir según el mandamiento nuevo del amor mutuo, a imagen de la Santísima Trinidad.