Dejar de sufrir

Nada, ni una palabra, ni una línea, ni una sola letra ha aparecido en los medios de comunicación. Tampoco ha habido ningún político que lamentara el incidente, ni un tweet, ni dos líneas de Facebook, ni una mínima preocupación por lo sucedido. Y me pregunto, un ¿minuto de silencio? Yo mismo me respondo con desaliento para qué, si a nadie le importa.

La cuestión es que una persona, adulta, anciana, decidió irse para siempre, en el corazón de Salou, de la manera más dura. Una silla en su balcón para poder dar el salto. ¿Quién tiene agallas para hacerlo? Emprendió por cuenta propia el tan temido viaje sin retorno, horrorizando a cuantos vieron su peaje, destrozando a su familia, a sus vecinos a sus amigos, si es que los tenía.

Toda una vida repleta de recuerdos, de ilusiones, de tristezas y alegrías quedó sepultada debajo de una lona, en una fría calle del municipio, rodeada de policías, de bomberos y forenses. Pero, ¿a quién le importa? ¿Acaso Servicios Sociales estaba al tanto de la situación? Quizás fue motivada por un hecho irremediable, ¿o se pudo hacer algo? ¿Y el servicio de Salud Mental? Son preguntas que pisiblemente no tengan respuesta. Pero al menos aquí están.

¿Qué hay detrás de un suicidio?, nos preguntamos cada vez que ocurre. La respuesta nunca llega completa, quizás porque la relación entre la vida y la muerte es más cercana de lo que alcanzamos a imaginar, de ahí aparece nuestro miedo a la realidad, y de ese miedo surge el tabú.

No podemos consentir que en nuestras fabulosas vidas donde reina la felicidad y la belleza, el éxito y la abundancia, existan seres tan sumamente desgraciados que no encajen en el puzzle de las apariencias de un mundo enfermizo y obsesionado por Instagram y Tik Tok, en donde la decrepitud, la pobreza, la enfermedad física o mental y la ancianidad, más que un hándicap, son el mayor de los prejuicios.

La rumorología popular asume por tanto que las personas suicidas son seres atormentados de por vida y que sus tentativas suicidas forman parte de la tristeza y la desgracia, de la soledad o la infamia. Hechos que no conocemos ni queremos comprender. Podemos lamentarnos, solidarizarnos, pero hasta ahí llegamos. Es muy típico que el hecho suicida también se atribuya a esas personas que viven al otro lado de una puerta, un tanto oscura llamada ‘enfermedad mental’, como si ese lado negro no formara parte de una u otra manera de cualquiera de nosotros.

Como si la enfermedad mental fuera propia de almas singulares, extraviadas, excepcionalmente torturadas..., una suerte de apestados, en suma.

Pero profundizando en el hecho suicida, vuelvo con preguntas. ¿Por qué lo hacen? ¿Desean vengarse de alguien? ¿Buscan reafirmar su existencia a través de su irreparable ausencia? ¿Quieren huir de una realidad que como dardo punzante los martiriza? ¿O intentan decirnos algo después de un largo silencio que se extiende hasta el infinito? Y ante todo, ¿por qué les juzgamos?

No quiero imaginar la dificultad que supone llegar a quitarse la vida, el suicidio termina siendo, injustamente, una de las formas más indignas de morir. Detrás de todo acto suicida crecen innumerables juicios y aparecen eminentes togas. Tal y como hoy sucede, si retrocedemos a la Edad Media los suicidas ya eran rechazados por lo que suponían. El acto suicida constituía en sí una ‘vergüenza’.

La ley del Antiguo Régimen ordenaba que la familia de cualquier suicida fuera despojada de todas posesiones y riquezas y prohibía la inhumación en el camposanto, siendo así humillados aun después de su óbito, y se hacía en nombre de Dios. ¡Como si los vivos tuviéramos la potestad de enjuiciar a los muertos por sus actos!

Aunque existe un claro vínculo entre el suicidio y los trastornos mentales, según la OMS, muchos optan por acabar con su vida impulsivamente, movidos por situaciones de crisis crónicas o agudas que merman su capacidad para hacer frente a tensiones de la vida como problemas económicos, rupturas emocionales, enfermedades o Bullying, entre otras.

A ello se suma el tener que afrontar conflictos, catástrofes, actos violentos, abusos, la pérdida de seres queridos, o la vulnerabilidad y discriminación que implica el ser ‘diferente’. Por cada acto suicida en España hay 20 que lo intentan. En nuestro país se produjeron en el año 2020, antes de la pandemia, 3.941 suicidios. En 2022 las muertes por autolisis superaron las 4.000, siendo 2.982 hombres y 1.021 mujeres, según los datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística y el Observatorio de Suicidio de España.

Los expertos reclaman más campañas de concienciación e inciden en la necesidad de formar a todos los actores de la sociedad para reducir los casos, que se han convertido en la primera causa de muerte no natural del país. El servicio de Salud Mental es otra merma a la hora de detectar o tratar casos de autolisis siendo la lista de espera el mayor de los problemas.

A pesar de la magnitud de los datos y la importancia del asunto, no existe a día de hoy un Plan Nacional de Prevención del Suicidio que incluya una dotación presupuestaria estable. Porque no hay –digámoslo claro– una voluntad política para hacerlo. Todos los partidos quieren llevarse el gato al agua y en asuntos de interés general lo que al ciudadano le interesa no es quién mueve ficha primero, sino quiénes aportan las soluciones a la problemática real del pueblo y con conciencia social para que así sea.

Lejos de la estigmatización, que tanto daño hace a la humanidad, la culpa y el estigma ni previenen ni ayudan. La inversión y la empatía, sí. Hay que abordar el suicidio con sensibilidad, sin reducir el deseo de morir a un tabú. Si queremos entender la muerte, es preciso ver la vida. «Vine a este mundo con ojos y me voy sin ellos», dijo Lorca. Sin más, todo aquel que tenga oídos, que escuche; todo aquel que tenga ojos, que vea.

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