Echo de menos las tormentas de mi infancia. Cuando un trueno significaba renunciar a una tarde de juegos en el jardín o a saltos imposibles en la piscina, pero prometía un rato de lectura, de familia, de juegos de mesa, de películas, de mirar los relámpagos desde el porche y contar cuantos segundos separaban el rayo del trueno. Destello... Un, dos, tres, cuatro, cinco... Y un estallido atronador. La tempestad se acercaba, pero el viento fresco, la compañía, la seguridad del hogar y la confianza que otorga ser niño, no hacían presagiar nada malo.

Ya no vivo las tormentas igual. Y menos desde la DANA. Ahora pienso en mi mujer conduciendo bajo la lluvia, y deseo que no le patinen las ruedas. Pienso en mi hijo pequeño, y en si podrá ir al colegio al día siguiente. O si tendrá miedo. Pienso en mi casa, que no haya nada abierto, ropa tendida, comida suficiente, linternas por si nos quedamos sin luz... Pienso que vivo en zona inundable, y que no pasará nada... Pero también que nunca pasa nada, hasta que pasa. Pienso que exagero, pero también pienso en los habitantes de Catarroja, Paiporta y Alfafar, y no quiero imaginar lo que sería vivir su dolor y desolación. Pienso en todo eso, pero freno. Busco información, confío en los expertos, sigo las recomendaciones, espanto los fantasmas... Y procuro crear un espacio para que mi hijo viva las tormentas como yo, cuando era solo un niño.

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