Un real padre
No sé qué le regalaría Leonor a su padre por el día del ídem. Tampoco sé qué respuesta daría en el colegio cuando sus compañeros le preguntaran en qué trabajaba el susodicho. Probablemente nunca lo hicieron, porque a los críos ya se lo habrían soltado en sus familias incluso antes de empezar las clases y de decirles que se hicieran amiguitos de ella.
A pesar de eso, me imagino a una Leonor niña contestando, con una mezcla de orgullo, inocencia y timidez, que su padre era el futuro rey de España. Mira, mi padre solo era el rey de la casa. Un rey cariñoso, pero absolutista. El de Leonor, al menos, iba a serlo de una democracia parlamentaria. Cuando tu padre es el rey, no tienes escapatoria digna posible. Que, a lo mejor, a Leonor le apetece hacerse una ingeniería agrícola y dedicarse a plantar tomates.
Que querrá salir y entrar sin que le demos la tabarra. Que tendrá que enamorarse y desenamorarse y enamorarse de nuevo, y cogerse un pedo, y discutir toda la noche sobre filosofía con dos tíos con barba, y comprase ropa en el Bershka los viernes por la tarde, y levantarse en casa ajena con el arrepentimiento puesto, y desayunar pizza fría con Coca-Cola. Lo que hemos hecho todos, vaya, con la única diferencia de que lo nuestro no constituye una página de la historia de España. Es una privilegiada pero, a veces, el mayor privilegio es ser dueña de tu destino.
Y ella, por ser hija de quien es, y queriéndolo o no, se ve abocada a pasarse un año por tierra, otro por mar y otro por aire. ¿Aire he dicho? Espera, que la voy a tener aquí al lado cuando ingrese en la Academia de San Javier. Justo ahora, que mi heredero se me ha hecho republicano. Adiós a mi sueño de ser suegra madre. No gano para disgustos.