Dios con gaseosa
Una fue a un colegio de monjas el tiempo suficiente como para volverse agnóstica, pero también como para acordarse de Santa Bárbara cuando truena, para entrar en las iglesias buscando refugio en la penumbra silenciosa y para acabar el día rezándole el padrenuestro antiguo a sus muertos (que son muchos) en las noches oscuras del alma (que son casi todas). Será por eso, y por mi incoherencia proverbial, por lo que, a pesar de haber perdido la fe el siglo pasado, se me retuercen las tripas al oír blasfemar a alguien.
Mi padre lo hacía, y mucho. Lo de blasfemar, digo. Y eso que era católico, apostólico y murciano. Cuando en casa se cagaba en lo humano y, sobre todo, en lo divino, yo me echaba las manos a la cabeza; cuando lo hacía en el fútbol, se las echaba el sacerdote que se sentaba detrás de él en La Condomina: «¡Repórtese, haga el favor!», le decía mosqueado. Mi padre me lo contaba, riéndose, al volver del partido, mientras mi madre se quejaba de la vergüenza que le hacía pasar ante el cura.
Que a mí, dueña de una boca que haría palidecer a un camionero cabreado, no me guste escuchar según qué exabruptos no quiere decir que me ofendan, me agravien o me hieran; allá cada cual con sus incontinencias verbales. Más me molestan los que predican que ellos son el cielo y el infierno son los otros, que se unen a una pastora evangélica de gafas ahumadas, flequillo noventero y oratoria inflamada, que hacen bajar al pobre Dios a la tierra para meterlo en campaña, que lo utilizan para pedir votos en su nombre. Mezclar a Dios con la política, además de retrotraernos a un pasado ultramontano, es peor que mezclar vino bueno con gaseosa. Y eso sí que me retuerce las tripas.