Corrupción
Vuelve la corrupción, vuelve la ilusión. La de ser los de antes de la pandemia, digo. La de regresar a unos años en los que las portadas de los periódicos las ocupaban los sobornos, y los cohechos, y las fiestas, y las putas, y los regalos, y los viajes. La de retomar un momento en el que los de siempre hacían lo de siempre: ellos, llevárselo; nosotros, mirar cómo se lo llevaban.
Aquella fue nuestra normalidad hasta que llegó la nueva. Ahora, gracias al Tito Berni y a la ‘operación Kitchen’, confirmamos que hemos vuelto a la vieja. Los demás nos corrompemos gratis. Qué idiotas. Nos corrompen los días que pasan, que van esculpiendo una cara en la que empezamos a no reconocernos, que nos dejan otra cana, otra arruga, otra mancha, otro lunar. Se corrompe mi cuerpo: me duelen las piernas, me duelen los brazos, me duelen los ojos, me duelen las manos.
Se corrompe mi memoria, que solo recuerda letras de canciones de los 80 y el antiguo padrenuestro. Se corrompe mi casa: las paredes se desconchan a causa de la humedad, se estropea uno de los fuegos de la cocina, se desploma la persiana como un acordeón malherido, se cae una teja. Se corrompe mi ordenador, que se calienta en cuanto abro dos programas a la vez. Se corrompen los tulipanes que compré la semana pasada, consuelo tardío por aquellos que no pude llevar en mi boda al casarme en septiembre.
Se corrompe el pan de ayer, tan duro que solo sirve para torrijas. Se corrompen las fotos en papel, se difuminan los contornos, se desvanecen los colores: ya casi no tengo padres, solo fantasmas. El tiempo, sin salir en portada ni generar escándalos es el mayor corruptor de todos.