Aniversario
Abril no es el mes más cruel. Lo es febrero. Pequeño pero matón, como un mono con dos pistolas. O Putin con un misil. El 24 de febrero se cumplió un año de la invasión de Ucrania. Y el mono loco sigue armado y despierto. Los que teñimos canas sabemos que, en cualquier momento y sin aviso meteorológico previo, un frío seco te hiela la nuca y te congela el corazón.
Pasas de ser hija a huérfana, de esposa a viuda, de propietaria de un piso coqueto a dueña de unos escombros, de cajera de supermercado a refugiada, de maestra de primaria a soldado. O de estudiante de estética a muerta: a Iryna pertenecía la mano inerte cuyas uñas, pintadas de un rojo vibrante, destacaban sobre el gris ceniza de la masacre de Bucha.
Conmovidos por esa imagen, más incluso que por la visión de decenas de cuerpos metidos en bolsas de basura y apilados en fosas comunes, escribimos sobre ella, nos lamentamos, suspiramos aliviados al pensar que aquella mano con la manicura recién hecha no era de Palencia, o de Soria, o de Cartagena, y seguimos a lo nuestro, a una rutina parecida a la que tenían los ucranianos hasta hace poco: pintarse las uñas, dar clase a niños, llamar a los padres por teléfono, comer con el marido, cobrar un paquete de café y media docena de huevos.
Pero de repente recordamos el desastre: somos el tipo que, a última hora, cae en la cuenta de que es su aniversario de boda y, molesto, sale a comprar un ramo de flores. Él se ha acostumbrado a un matrimonio muerto que solo resucita en las fechas señaladas; nosotros, a los muertos de la guerra. Y todo ocurre durante este mes corto y cruel. Miedo me dan los años bisiestos. Como el próximo.