El Papa que nos ayudó a pensar
Cuando Benedicto XVI dimitió en febrero de 2013, tras ocho años de pontificado, cosa que resultaba muy excepcional en la historia de la Iglesia, los periódicos no podían prever que pasaría más tiempo como papa emérito que como efectivo, pero sí recordaron aquella leyenda del oso que él mismo Joseph Ratzinger había contado, refiriéndose a su paso desde la tranquilidad soñada en Baviera a las responsabilidades que asumiría en Roma.
Incluso en su escudo episcopal figuraba un oso, en recuerdo de la “leyenda de san Corbiniano” según la cual se dirigía a Roma a caballo cuando el animal fue despedazado por un oso. El santo, no solo le reprendió, sino que le castigó con llevar hasta la capital el pesado fardo que antes transportaba su montura.
Ratzinger se ponía a sí mismo en lugar del oso, y recordando su tierra alemana y el destino que le llevó a Roma, dijo: “Desde hace varios años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuando seré puesto en libertad no lo sé, pero sí sé que a mí también me sirve aquello que se lee en el salmo 72 (73): “Me he convertido en un animal de carga y, precisamente así, estoy contigo”.
Esta había sido la oración de un hombre que no deseaba ser papa, al que la carga pudo más que sus fuerzas después de ocho años de pontificado.
¿Cuál ha sido esta carga tan pesada? Quizá hemos visto la punta del iceberg: tener que hacer frente con determinación a los viejos escándalos de pedofilia; encontrar obstáculos en el camino tan querido por él del ecumenismo; observar la desafección de tantos católicos en Europa y en particular en su Alemania natal...
El deseo de acabar sus días en el silencio reveló el estado de su alma. Toda su vida ha exprimido su mente como un limón en una defensa eficaz del binomio razón y fe, ha luchado a brazo partido contra el relativismo y el desprecio a la verdad, ha visto que se le acababan sus fuerzas y que sólo podía confiar en Dios.
El Papa Francisco le visitaba varias veces al año, con ocasión de onomásticas y con los cardenales cuando hacía los nombramientos, porque antes de convertirse en Benedicto XVI, Joseph Ratzinger había sido un ejemplo de cardenal y ya gozaba de fama en todo el mundo.
Estaba tan poco apegado al cargo y a los honores que, siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, confesó: “Tuve el deseo de retirarme en 1991, en 1996 y en 2001, para escribir algunos libros y regresar a mis estudios, como hizo el cardenal Martini, pero viendo al Papa sufriente (Juan Pablo II), no podía decir: “Yo me retiro, me dedicaré a escribir libros”.
Acompañó a Wojtyla hasta el final, y luego fue elegido su sucesor, cargo que aceptó con su sencillez característica: “Soy un humilde trabajador en la viña del Señor”.
Ha sido un hombre que nos ayudó a pensar. La increíble profundidad y sencillez de sus reflexiones, expresadas con lenguaje moderno, son una luz para los cristianos.
He aquí una de sus reflexiones: “El mayor peligro para la Iglesia es que la convirtamos en una organización social que no esté fundada en la fe en el Señor. A primera vista, parece que lo importante es lo que estamos haciendo, pero si la fe desaparece, todas las demás cosas se descomponen”.
Fiel a este pensamiento, el Papa que nos ayudó a pensar se retiró a rezar, después de dejarnos una preciosa herencia.
- ¿Cuál es la esencia del cristianismo? – le preguntaron.
- Una historia de amor entre Dios y los hombres. Si se llega a entender esto en el lenguaje de nuestro tiempo, el resto vendrá solo.
Hace unos meses (cumplidos 95 años) dijo: “Ser cristiano me da conocimiento y, más aún, amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.