Saint-Exupéry

Quién no haya leído El Principito no tiene excusa y puede dejar de leer esta columna. En una de las callejuelas detrás de Les Deux Magots en Saint Germain en París, hay una editorial que se dedica a reproducir los manuscritos de los libros más maravillosos jamás publicados. Si una es una lletraferida de campeonato, ya se pueden imaginar que voy en peregrinación cada vez que puedo. Esta vez regresaré con un objetivo inmente: el manuscrito de Antoine de Saint-Exupéry. Es extraño que un manuscrito transmita lo que transmite el de El Principito. Una obra mágica sin duda. Difícilmente un manuscrito puede mostrar hasta qué punto el autor está en guerra con la escritura. Hasta qué punto es difícil, hasta qué punto sufre por cada palabra, por cada frase. Los tachones, los intentos, las pruebas, los cambios de caligrafía. El error. La prueba. Todo está allí. En el manuscrito se vive la escritura, se refleja el momento mágico de la creación de un personaje. Comprender a un escritor pasa por comprender cómo escribe y cómo escribe sólo es posible saberlo si se escribe a mano. Sólo la mano escribe. No los dedos. Eso cualquiera que se diga escritor lo sabe. El papel, el boli, el lápiz, la pluma. El gesto. La orden del cerebro a la mano. La alquimia. Hay días que son más dolorosos que otros. Hay días que nada sale. Pero en el papel se refleja el proceso. En el ordenador se ve el final. Qué lástima.

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