Prometeo

Hacía viento. Eso no era bueno, porque los montgolfiers prefieren la lluvia al viento. Será algo relacionado con la presión, las isobaras o un puro capricho. Seguramente, la antorcha olímpica de París no quería volver a subirse al cielo por última vez. Miles de personas en las Tullerías esperaban. El clamor. No se movían. Tozudos. Concentrados. La antorcha tenía que volver a subirse al cielo. Era el fin de los Juego Paralímpicos de París que nos han dejado historias de superación, de admiración y de compasión a raudales. Se han acabado los días mágicos. Miles de parisinos esperan ese último gesto, un pequeño milagro, un guiño. La belleza surcando el cielo. El fuego que se había iniciado en Olimpia gracias al Sol (el fuego olímpico se enciende gracias a unos espejos convergentes que recogen los rayos de sol) debía regresar a casa. Lágrimas, aplausos, emoción. Se ha acabado la tregua Olímpica (algo hubo en Francia de tregua). La realidad ha regresado y el fuego mítico ya no está. Qué bellos fueron esos días. El globo amarillo con el fuego de los dioses griegos nos regaló la belleza. Prometeo debe estar feliz, ese Titán amigo de la humanidad. Fue él quién nos regaló el fuego.

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