Indiferencia

Lo llevan repitiendo sin cesar todos los supervivientes de la Shoá: lo peor no fue el odio, lo peor fue la indiferencia. Porque lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. El que no quiere ver, el que no quiere oír, el que no quiere hablar. El que se calla ante la injusticia. El que mira hacia otro lado. Les explico una historia personal que me interpela, y que de momento no tengo bien encarada. Cada mañana me cruzo con un vagabundo, bien vestido. Tan blanco como yo o más. Está sentado toda la jornada en un banco en la calle bebiendo cerveza. Nunca le he visto hablar, ni hacer otra cosa que no sea beber o mirar la gente que pasa. Yo incluida. Confieso que su presencia diaria me interpela... Que es un eufemismo para decir «me molesta». Decido cambiar de acera para no verle cada día. Para que su presencia no me recuerde que entre él y yo hay un filo de navaja de distancia. Que nadie está a salvo de la indigencia, de la pobreza, de la soledad. Nadie. Cambio de calle y así creo que no va a pasar nada. Pero pasa. Porque afortunadamente me educaron bien. Mis padres no me enseñaron a ser indiferente. Así que vuelvo por mis pasos, cruzo la calle y paso de nuevo delante de él. Pero no le miro, evito cruzar la mirada. Eso ya sería demasiado. Y mascullo unas palabras estilo «otra vez aquí». Pero aún no lo he saludado, que sería la opción correcta. Aún me puede la indiferencia.

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