El césped del Nàstic

He ido al campo del Nàstic por trabajo. Quería ir antes de la gran ceremonia de mañana. Porque un estadio lleno de gente es una ceremonia, pagana, pero tremendamente poderosa. El Nàstic es una cosa de familia. Los hay que nunca habrán sentido nada por el equipo, pero los hay –como es mi caso– para los que el Nàstic forma parte de la memoria como lo hacen la receta de canelones de mi abuela (ella le ponía sesos de cordero lechal). Mi padre había jugado en el Nàstic de veteranos y mi hermano durmió con la camiseta de los años 60 hasta que mi madre tuvo que amenazarlo. Mi abuelo, mis tíos, iban al Nàstic del campo de la Avenida Catalunya como iban a misa o a los toros. Endomingados y felices. Eran otros tiempos. Se podía ser de otro equipo, (el Espanyol tenía mucha influencia en casa) pero no podías no ser del Nàstic. En las comidas familiares se recordaba cómo había subido a Primera, las bromas de los compañeros de tribuna, siempre los mismos, cada domingo, la poca gente de los años 90 (sólo 900 socios en 1993), el frío del campo en invierno con la humedad del mar que les calaba los huesos. He caminado un rato por el césped maravillosamente espeso y verde con ellos en el recuerdo.