Amabilidad

Confieso mi amor por todo lo británico viejo, agujereado, con olor de madera pulida, lana que rasca y una pasión sin límites por los trenes (todos, incluidos los nuestros). Por los revisores con traje. Maravillosos los belgas con su gorro, los franceses con su chaleco. Los japoneses con sus reverencias. Pero en el Olimpo está el mítico Spud, el encargado de la estación de East Farleigh, a unos veinte kilómetros de Londres. En su estación encontrabas una selección de revistas y diarios (pagados de su bolsillo); repuestos para los olvidadizos —corbatas, aspirinas, horquillas, hilo y botones— y una cafetera siempre lista. Más aún: a los viajeros más mayores o despistados los llamaba por teléfono para que fueran saliendo de casa. Algún bobo pensará: qué pringao, gastando su dinero en cosas de trabajo. Spud no lo hacía por la British Rail; lo hacía por las personas. La amabilidad en el servicio requiere una dignidad e inteligencia profundas. En su taquillita minúscula de madera, Spud era el rey del mundo. Ponía flores en las solapas a los señores, intercambiaba verduras de su huerto, las señoras le traían trozos de pastel. Le conocía todo quisqui. East Farleigh fue, posiblemente, la única estación de tren con un belén (Spud era irlandés católico) en el que una niña con una colección de fósiles magnífica rodeó inquietantemente al Niño Jesús de trilobites y caracolas. So English.

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