Nobleza y transparencia
Cuando fue destinado a la URSS como corresponsal, el buen amigo Ramon Pedrós (que más tarde dirigiría Diari de Tarragona) anunció que escribiría un libro sobre aquel país, cuando tuviera conocimiento suficiente. Años más tarde, reconoció que la idea quedaría en una serie de artículos. Y el día que dejó la URSS, con su esposa rusa y su hijo Miquel nacido en Moscú, dijo que lo reduciría todo a un artículo... que nunca llegó a escribir. Me reconoció que no tenía suficiente información de aquel inmenso país y sus extrañas gentes y pensaba que nadie conocía en realidad a los rusos.
Con Gorbachov ha pasado todo lo contrario por parte de muchos opinadores, pues al morir se ha dicho de todo sobre él. Seré audaz y me atreveré a transcribir mis impresiones, fruto de algunos contactos y viajes a aquellas tierras.
La Unión Soviética, a finales de los 80, como consecuencia de que la televisión de todo el mundo llegaba a sus antenas parabólicas, despertaba a una realidad: en el resto del mundo se vivía mucho mejor que en aquella ‘tierra privilegiada’, lo que rompía con todos los mensajes salidos del Kremlin desde hacía décadas.
En consecuencia, la URSS deseaba ‘occidentalizarse’, amaba el rock, los coches y sobre todo tener dinero para dejar de vivir en pisos compartidos. La explosión del malestar social era casi insostenible. Y Gorbachov, antes de que le estallara el país en las manos, se adelantó con dos palabras mágicas: perestroika y glasnost. «Avancemos de una manera diferente, transformando nuestra estructura económica y siendo transparentes». Este era el mensaje, frente a un sistema cuya nomenklatura trató de asirse a sus privilegios y denostó contra él sobre todo cuando cayó (o fue tumbado por Yeltsin) y hubo muchos que no supieron aprovechar los cambios. Acusaron a Gorbachov de predicar «el evangelio del optimismo».
Recuerdo que en mi visita a la URSS en 1987 (¡a 40 grados bajo cero!) cómo mi guía-espía me llevó a unas viejas dependencias oficiales y apareció un hombre que debía de ser importante, que me lanzó –en un hemiciclo en el que solo estaba yo, como en El proceso, de Kafka– un discurso breve y contundente: la URSS cambiaba y su perestroika la llevaría a ser competitiva con el mundo occidental. Y yo, insistía amenazante él, debía creérmelo. Horas después me recibió Grámov, el director de los Juegos Olímpicos de Moscú, quien me confesó las enormes pérdidas habidas en esos Juegos. Cuando comenté las cifras de Grámov en la agencia TASS, se escandalizaron porque era una «cifra secreta». La glasnost estaba en marcha y Gorbachov tenía acólitos.
Pero tengo la impresión de que Rusia es un país de sufridores con grandes esperanzas. Así ha sido siempre. Y Gorbachov estaba dispuestos a hacer realidad sus esperanzas. Derrocado, siguió luchando por sus ideales de concordia, dinamitando la guerra fría. No sé si de mis viajes por Rusia mis datos quedaron en alguna lista de periodistas ‘no enemigos’, pues comencé a recibir durante algún tiempo cartas impresas de Gorbachov, algún libro dedicado a mano con sus ideas, o la invitación a participar en reuniones que habían de cambiar el mundo... previo pago de un dineral. Gorbachov era un visionario que jamás descabalgó de la idea de que este mundo tenía solución. Los rusos prefieren seguir sufriendo y mantienen su fidelidad al vodka como refugio de sus insatisfacciones históricas.
Años después comprobé en Rusia cómo en general se tildaba a Gorbachov de traidor, porque decían que había vendido la URSS a los norteamericanos y se había doblegado a sus intereses. Pero que Rusia comenzaba la ‘quinta revolución’ y volvería por sus fueros. Esta gente debe de estar muy contenta ahora con Putin que les promete volver al ‘imperio’ en una sexta revolución. ¿Hasta cuándo? Este tipo de declaraciones me convencieron de lo fácil que es engañar a los rusos, especialmente con promesas de falsas o equivocadas revoluciones y planes quinquenales, y de que el noble y abierto Gorbachov intentó sin éxito transformar su país. Quizás sus ideas eran demasiado realizables. Los rusos tienen metido en la médula que necesitan un enemigo para justificar sus males y si ese enemigo no es un país sino el resto del mundo, mejor. Me parece que esas gentes forman un gran pueblo, pero con demasiadas mentes turbias.