La palabra dada
No deja de ser una paradoja que la primera vez que una mujer gana las elecciones en Italia y se postula para presidir el Gobierno, con alguna posibilidad de lograrlo, lo haga al amparo de las siglas del partido situado en la derecha más extrema. De los discursos sobre el empoderamiento femenino, en el ámbito de la Europa mediterránea, hacen siempre bandera las fuerzas de izquierda, pero todo indica que va a ser la derecha la que primero los lleve a la práctica, propiciando que una mujer sea la que decida quiénes se incorporan al gabinete. Giorgia Meloni no va a sentir la presión que experimentan sus compañeros varones para paliar vía cuotas ministeriales femeninas la preeminencia varonil. A ella nadie se va a poner a contarle las ministras.
Anotada esta paradoja, procede subrayar el acontecimiento principal: la derecha extrema, o al menos la que más al extremo está de las que concurren a las elecciones, las gana y se coloca, por primera vez, en condiciones de gobernar un gran país de la Unión Europea.
Haber llegado a este punto, después de todos los avisos anteriores, obliga a quienes han ejercido en los últimos años el poder que otorgan las urnas a preguntarse cómo ha sido finalmente posible el desenlace más temido, el que todos creían o querían creer imposible.
La respuesta a esta pregunta tiene que ver con los motivos por los que los populismos, de derecha y de izquierda, se han abierto paso en nuestras democracias. Se ha achacado a la corrupción y el fracaso de las políticas de los partidos tradicionales, y también se ha señalado el apoyo, incluso financiero, que estos partidos antisistema han recibido de los enemigos de la Unión Europea, como esa Rusia de Putin a la que, llamativamente, tanto les cuesta a sus líderes criticar.
Tal vez la clave esté, sin embargo, en lo que sugiere Michel Houellebecq en su última novela, Anéantir –titulada en español ‘Aniquilación’–: que en la vida pública cada vez menos personas se atienen a la palabra dada, mientras aumenta, en cambio, una nueva especie de seres «risueños y viscosos» que faltan a ella sin inmutarse y cuya misión parece ser corroer los vínculos entre los seres humanos y aniquilar toda confianza. Ese ejemplo, dado una y otra vez desde el poder, empuja a los electores a tomar caminos radicales e imprevisibles, sin que importe mucho que sus elegidos tampoco vayan a cumplir lo que prometieron. Tal degradación, según el alter ego novelesco de Houellebecq, «sólo puede llevar a un fin violento y triste». Ojalá se equivoque.