La designación del exministro de Justicia Juan Carlos Campo
En la España del Mundial de Catar y el metaverso, los que nos gobiernan y marcan las normas lo mismo simplifican la Segunda República, la Guerra Civil, la Dictadura y la Transición en seis palabras, que identifican diecisiete tipos de violencia y catorce de familia, como los esquimales hacen con la nieve. En esta España, los centinelas de la moral han desarrollado instintos primarios que les permiten distinguir las miradas impúdicas entre los políticos, pero como buenos animalistas les parece de lo más natural del mundo que Calígula nombre cónsul a su caballo.
Que me perdone Juan Carlos Campo, porque por nada del mundo quiero compararlo con un equino, pero su designación en estos momentos para formar parte del Tribunal Constitucional es impresentable. Su relación personal con la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, no conduce a una cuestión de nepotismo y ni siquiera mencionarlo es un ejercicio de violencia política. En lo profesional, Juan Carlos Campo reúne condiciones y, en lo personal, sus adversarios le definen como un señor no perdido en los confines del sectarismo. De hecho, pese a haber firmado, por imposición, los indultos del procés, se sabe que para nada comparte los criterios que le impuso el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Pero, en este caso, se trata simple y llanamente de una cuestión de incompatibilidad.
No resulta mínimamente aceptable que quien representa al que hace las normas y quien debe juzgar su idoneidad, compartan la misma cuchara, mesa y mantel tomando una paella. Las formas en política adquieren un valor determinante para consolidar la credibilidad de cualquier sistema democrático.
El propio Gobierno de coalición ha debido sentir un mínimo de pudor, cuando únicamente se ha atrevido a proponer a sus representantes en el Tribunal Constitucional y no ha decidido nombrarlos directamente. Pero, si escandaloso puede llegar a ser una intención, mucho más, obviamente, lo es una constatación.
En otro orden de cosas, el nombramiento como presidente de la Autoridad Portuaria de Barcelona de Lluís Salvadó, procesado por malversación, deja claro una vez más que Pedro Sánchez ha permitido que, en este país, convivan dos códigos morales de conducta, uno estándar y otro a medida.
Y, en mi opinión, la gente parece no percibirlo. Resulta ser que cada vez que estos temas se tratan en los informativos de televisión, la audiencia baja a mínimos, y el presidente interpreta que tiene patente de corso para acumular más y más alcaldadas.
Juan Carlos Campo es un tipo alegre pero sosegado, mucho más cerebral que emocional y mucho más educado que otros de sus compañeros. Nunca le gustó el protagonismo ni los focos, ni la atención pública, ni los micrófonos; ha padecido cuando ha tenido que soportar todo eso. Campo no sintió la pulsión erótica de la política. Fue al revés, le fueron a buscar a él. Sabían que era un juez de ideas progresistas, aunque tenía un defecto: no se callaba. Hombre mesurado y sin aspavientos, si le preguntaban tenía la maldita manía de decir lo que pensaba, no lo que era más conveniente, o lo que mandaban las consignas, pese a lo cual acabó aproximándose a la órbita del PSOE y elegido vocal del Consejo General del Poder Judicial. Cuando dijo que España «estaba dentro de otro tiempo y que necesitaba una gran reforma legislativa y un nuevo proceso constituyente», se originó una gran galerna y Pedro Sánchez decidió sustituirlo por Pilar Llop.