Hutus y tutsis

Algunos de nuestros políticos de elite son unas personas normales que consideran un mérito el comportarse en público como personajes anormales.

En eso se diferencian de los ciudadanos de a pie, que solemos ser anormales por naturaleza y que como tales nos manifestamos en privado, aunque nos esforzamos por conducirnos en público con normalidad para establecer y respetar unas normas básicas de convivencia, ya sea simplemente observando las señales de tráfico o cediendo el asiento del bus a un anciano o a una embarazada.

Bien es verdad que basta con una asamblea de vecinos para echar por tierra cualquier optimismo con respecto a la condición humana y su capacidad de raciocinio y de conciliación, pero nada quizá comparable a las turbulentas sesiones parlamentarias de las que venimos siendo espectadores atónitos, entre el estupor y la sorpresa: ¿cómo han llegado a ese nivel?

Un nivel que podríamos suponer que no beneficia a nadie, pero no nos engañemos: beneficia a quienes les interesa llevar el discurso político a ese nivel, que no es otro que el nivel de la demagogia, de la perversión del discurso razonado en beneficio de la soflama irracional.

Para nosotros es un misterio, pero el caso es que algunos políticos estelares parecen entender que la legitimización del vocerío, de la denigración y del insulto, recursos tradicionales de las ideologías populistas, supone una estrategia idónea para promover la paz social.

Una paz gestionada institucionalmente -y paradójicamente- desde la bronca y el navajeo retórico, pues se supone que tampoco vamos a pretender que el debate político se desarrolle en un ambiente de monasterio tibetano.

Como espectáculo teatral, todo sea dicho, no es gran cosa, en parte porque los actores no trascienden el grado del amateurismo y no parecen andar sobrados de ingenio para resolver con brillantez sus improvisaciones.

Aun así, hay momentos buenos. Por ejemplo, las acusaciones mutuas de corrupción en las que se distraen los parlamentarios del PP y los del PSOE -partidos en los que nadie ha roto jamás un plato- alcanzan un grado de absurdidad equiparable al de las obras de Samuel Beckett, lo que no deja de ser un logro artístico, aunque también, de rebote, un sinsentido político.

Aparte de eso, tiene su punto de extrañeza el hecho de que el presidente del Gobierno se comporte en la Cámara como el líder pendenciero de la oposición y que el líder de la oposición se dedique a jugar a ser presidente -igualmente pendenciero- del Gobierno.

Y eso que aún no ha regresado Puigdemont.

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