El tren del reposo y consuelo
El sueño de tomar un tren como excusa para un encuentro o reencuentro, sea con otra persona u otro lugar, domina a la mayoría de los humanos. Sí, más que una necesidad, solemos aprovechar la oportunidad para convertirla en una excusa.
Por eso, el tren es la pieza clave de novelas y películas, con una capacidad fascinadora que no tiene ninguna otra máquina creada por los humanos. Muchas veces, incluso, el destino es la justificación poco justificable del verdadero viaje en tren. No es casualidad que en Catalunya se instalara el primer tren de la Península para, poco después, poblarse de vías, muchas más de las que tenemos en la actualidad.
Viajo con frecuencia a París en el TGV de Inoui, que en diez días nos enlazará tres veces en una jornada hasta aquella capital tan clásica como sólidamente moderna. Es un viaje suave e iniciático.
Lejos de las incógnitas del transiberiano o los lujos del Orient Exprés del que sólo queda el restaurante Le Train Bleu, en la misma estación de París donde nos deja el tren que nace catalán y termina francés. Un viaje que da para inevitables reflexiones, en especial sobre el paisaje francés, que conforma el paisanaje y forma así un país sólido y seguro de sí mismo.
País, paisaje y paisanaje son tres conceptos unidos no sólo por la etimología sino por la esencia de una identidad. Esta idea, que Hazelius promovió y Verdaguer, los modernistas, Gaudí y hasta el propio Pujol defendieron, son la base de un bien entendido patriotismo, palabra ya trasnochada por el mal uso de sentimientos aberrantes. Francia palpita a través de las ventanillas del tren.
No es lo mismo trasladarse hasta las orillas del Sena en avión que en ferrocarril. ¿Podemos llamarle aún ferrocarril? No. Es el tren, una saeta veloz y confortable, quien nos ofrece descanso para el espíritu y consuelo para el ánimo, que anidan, a veces olvidados, en nuestro interior.
Ese es su regalo que nos inunda a medida que suavemente nos promete un gozo tal vez imprevisto. El de la quietud de la serenidad mientras se lanza a 300 kilómetros por hora en busca de una promesa. Aprovechar ese tiempo que imperiosamente hemos de darnos es un exquisito placer.
Sí, ya sé que me acusarán de soñador por algo que podría tomarse como un proceso, un simple traslado. Pero tener ensoñaciones forma parte de la felicidad que la vida nos permite y es de estúpidos no aprovechar. ¿No fueron los santos –Ignacio entre ellos– los que caminaron a pie miles de millas en viajes iniciáticos? Las premuras actuales han cambiado la sandalia por el tren –y el TGV es el paradigma– pero perviven el sentido del viaje y muchas de sus circunstancias.
El éxito del tren, muy por encima del avión, está en el sentido telúrico de su contacto con el suelo, de su participación en el paisaje. El viajero se convierte en paisaje y flota por entre campos y bosques, ciudades incluso. Eso le permite el descanso, la más perfecta manera de dar con el consuelo a nuestras dudas e inquietudes.
Viajamos hacia adentro de nosotros mismos, como sostenía el poeta Badosa, que es sin duda la mejor forma de progresar y, tal vez, de ser felices. Es cuestión del pequeño esfuerzo de ser conscientes de todo ello. El tren hace todo lo demás. Y si París está allá esperándonos, mucho mejor.