Autoayuda y autoengaño

La mente humana se empobrece cuando uno se cree que es genial. Estas autoconvicciones son una frivolidad. Pero en esta sociedad en que andamos sumergidos, la frivolidad impera y se ha apoderado del ambiente, y lo que importa es lo banal, por lo fácil que es de digerir. Ahí está Shakira como objeto de preocupación de millones de personas, mientras los libros de pensamiento se apolillan en las librerías. Stefan Zweig no interesa ahora que se reeditan, libres de cargas, sus libros.

Reconocer nuestras limitaciones es el mayor estímulo de superación que podemos tener para salirnos de la miseria de la ignorancia en que más o menos andamos todos. Porque nos lleva a la reflexión, al conocimiento, al diálogo inquietante y al progreso personal como aportación a la construcción de nosotros mismos, que es a la vez la aportación a la sociedad que precisa prosperar para no estar muerta.

Por eso, demonizo esas frases tan absurdas como el «quiérete mucho» o «cuídate», imperativas, como si el que las pronuncia sabe lo que nos conviene y el que las escucha está totalmente equivocado. A eso de cuidarse, yo respondo indefectiblemente que llevo setenta y pico de años sin cuidarme y gozo de relativa buena salud y que si ahora me pongo a cuidarme, tal vez lo estropee todo.

Eso de la autoayuda es una tontería que no se sostiene filosóficamente, porque somos lo que somos y aspiramos a lo que deseamos, poniendo empeño. Además, «ayudar» es un verbo transitivo y no reflexivo, y la sabia gramática –hija del pensamiento y pensamiento puro- no acepta desviaciones.

Así las cosas, nuestra sociedad tiende actualmente al autoengaño. No necesitamos que otros nos engañen, lo hacemos nosotros mismos con nuestra tendencia al conformismo y la comodidad que nos da la inconsciencia de creemos fabulosos, cuando somos lo que somos, y no entraré en detalles.

Esa huida fácil, esa frivolización de nuestras vidas, aparcando actitudes e ideas que nos son esenciales, viene favorecida por ese monstruo devorador que es la televisión, un medio que ocupa gran parte de su tiempo al humor para evadirnos, otra gran parte a la banalización de la vida y una pequeña parte a la información desde trincheras con intereses políticos, que es como decir económicos. No vamos bien.

Y sin embargo, hemos de aceptar el mundo tal como es, aunque aún tenemos la libertad de no dejar de pensar aquello de que «ya que no podemos cambiar al mundo, al menos que él no nos cambie a nosotros». En esa dualidad de funciones sociedad-individuo, es más importante el individuo que la sociedad, porque sin individuo no hay sociedad. Y ahí estamos cada uno de nosotros tratando de encontrar luz en la oscuridad de nuestras limitaciones.

Vivimos pensando –o deberíamos pensar- que en el momento final de nuestras vidas nos gustaría decir «hice cuanto pude, no se me podía exigir más y debo estar satisfecho». Y cada uno podría rellenar con un repaso de sus acciones si cumplió o no con el cometido con el que trató, si lo hizo, de dar sentido a su vida.

He visto en salas de urgencias de hospitales gritar a personas que no quieren morir porque querían rectificar sus vidas. Demasiado tarde. Pero eso de trabajar nuestras vidas es a veces incómodo y demasiado sincero.

Engañarse a uno mismo es ridículo si no fuera dramático. Es como hacer trampas en el solitario, costumbre más extendida de lo que creemos y que no conduce más que a pensar que somos mejores o más hábiles cuando la realidad es otra. Esa manera de evadirse o de buscar soluciones en los libros llenos de palabras vanas no conduce más que al vacío tan de boga en nuestra cultura actual.

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