Alucinación
Azorín dejó dicho que vivir es ver volver y así nos está sucediendo a nosotros con su literatura. Este genio pasó su vida oscilando entre las almas de nuestra literatura como abeja en el panal y esa miel cristalizada podemos degustarla hoy sin apenas deterioro por su duende prodigioso.
Mario Vargas Llosa contó cómo había renunciado a comprender los supuestos referentes del alicantino por medio de las lecturas que testificaban sus artículos, misión que dio por fracasada cuando vio que el rastro se perdía en oscuros corredores que amenazaban las telarañas y no garantizaban deleite ninguno.
En la vida es fundamental comprender que para unos el arte es el barro y para otros la pirámide, pero lo que nadie se explica es qué mente del periodo de los egipcios fue responsable de la perversión de los laberintos. Hay cosas que mejor no preguntarse y por eso mismo no tiene ningún sentido intentar ver la ambigüedad que reside en que uno de los más ilustres cantores del verano fuese casi siempre en compañía de un paraguas.
El aniversario del nacimiento de Azorín ha pasado por estos días solapado por el ruido electoral y la meteorología, y cuando pasen otros ciento cincuenta años estaremos igual en todos los sentidos. Es decir, no se recordarán los nombres de los políticos ni nuestro tiempo convulso y sí el escándalo de una prosa traslúcida que ha acunado desde su creación listas de nombres de viejas glorias cuya supervivencia se debe a la generosidad de su autor.
Los malévolos aseguran que todo lo que salió de esa pluma eran paseos por vericuetos rurales, y quién no lo daría todo por volver a la esencia en estos primeros días del estío en los que no sabemos ya de la firmeza del suelo que pisamos. Creemos vivir en una alucinación cuando vemos a los mercenarios del ejército ruso amotinándose contra su jefe, y evocamos La casa Rusia y los intermediarios de Moscú como un ejemplo de lo que daban de sí la saturación de la Guerra Fría y las buenas artes de John le Carré, que se fue de este mundo con el lamento de que la realidad no hubiese superado su imaginación.
Para lo que han quedado los tonos grises, en una época signo de atracción decadente y ahora síntomas de mediocridad y carencia argumental que no habrían tolerado los lectores de entonces y nosotros consentimos a los periódicos y noticiarios. La culpa no es del color sino del dibujante, los delirios de grandeza frente a la sed de los pueblos, que van a parar al mismo depósito de chatarrería aunque los mueva distinto impulso.
Mientras los plutócratas del Este dudan si pulsar el botón que haga saltar por los aires la central nuclear más gigantesca de Europa, la rebelión está al alcance de cualquiera que decida reclinarse en el sillón esquinero de una pizzería de barrio con un libro de Juan Rulfo entre las manos.
A alguna hora le expulsarán del paraíso, pero antes habrá visto pasar por delante de sus ojos la belleza sucesiva del recuerdo y el olvido de Susana San Juan y no todos los desiertos terrenales compensan esos momentos.