El descubrimiento del desconocido Harry
Tenía once años, creo. Era Sant Jordi y estaba mirando aquí y allá, en las paradas de libros, a ver por dónde tiraba. No tenía muy claro cuál comprarme. Y no debía tener mi mejor día, porque no acerté demasiado. Recuerdo que compré un libro que mis padres me requisaron al instante. De demonios, muertes y cosas raras. Para una niña que iba a sexto de primaria, simplemente no tocaba. Mi hermano tenía un mejor día y acertó más que yo. En la parada vio un libro con una ilustración en la portada que le llamó la atención. Era un joven con gafas redondas y encima de una escoba. Parecía un brujo. Se llamaba Harry. La sinopsis pintaba bien. Hablaban de la piedra filosofal. Parecía entretenido. Mi hermano lo devoró y me lo recomendó. Mi libro de demonios desapareció, pero descubrí lo que luego se convertiría en un fenómeno mundial. No era conocido. Nadie hablaba de él. ¿Harry Potter? De verdad, engancha, decíamos. Pasó un año y volvía a ser Sant Jordi. Y nos encontramos el segundo y el tercero. Así nos convertimos en lectores acérrimos del mayor acierto de J.K. Rowling. Pero todavía era emergente. Más allá de su calidad literaria, la autora logró crear un imaginario y un mundo a su alrededor que muy pocos son capaces de diseñar. Hace poco reencontré los libros. Se los regalé a mi sobrina y también los devoró. Y, ella sí, se encontró un enorme universo a su alcance.