Exámenes, exámenes...

Los conocimientos son una parte fundamental del aprendizaje, pero no la única

Es junio y estamos en periodo de exámenes. La población de 6 a 25 años se somete a las pruebas que les indicarán en qué situación se encuentran en términos de aprendizaje y si podrán o no continuar con garantías su trayectoria formativa. Si hay una constante histórica que ha sufrido apenas cambios, los exámenes serían el ejemplo de lo poco o nada que han cambiado las cosas en un ámbito, el educativo, que debería ser el primer interesado en experimentar nuevas formas de hacer. Sin embargo la inercia juega un papel primordial: seguimos evaluando con exámenes las capacidades de nuestros hijos e hijas como se hacía a finales del siglo XIX. Más diría, todo gira en torno a las pruebas finalistas. Bueno, vamos a matizar esta afirmación para acabar concluyendo la importancia de la misma.

Es cierto que se realizan pruebas a lo largo del curso que dan información sobre la evolución del alumnado. Es cierto que tienen que realizar trabajos y deberes sin parar. Esto, se dice, ayuda a configurar la nota final y la visión más general del paso por la educación. Sin embargo, trabajos y deberes forman parte de la misma lógica: examinar. Y no es que examinar sea en sí mismo negativo, sino que provoca un contexto de interacción del alumnado con el conocimiento desde mi punto de vista perverso. Hagan lo que hagan, se esfuercen lo que se esfuercen, todo acaba resumiéndose en un conjunto de pruebas (exámenes) que les enfrenta al conocimiento de una manera radicalmente individualizada y nada cooperativa. Y no es que las pruebas individuales carezcan de sentido, sino que de una manera finalista abarcan todo el sentido de un sistema construido para destacar las individualidades por encima de las habilidades y competencias de un conocimiento que cada vez es más compartido y colaborativo. Este hecho está en contradicción con los valores que se dice quieren que guíen la práctica educativa: el trabajo en grupo, la cooperación en la resolución de problemas y la innovación en el conocimiento. Todo esto queda arrasado por la ‘examinitis’. Nos hemos instalado en la comodidad de evaluar conocimientos a través de pruebas que solo miden algunos aspectos del proceso de aprendizaje. Y como ya he dicho antes, lo hacemos ininterrumpidamente desde hace más de un siglo. Los resultados son, entre otros, chicos y chicas con poca motivación al conocimiento en sí mismo, y con una pulsión hacia la superación de las pruebas que les serán aplicadas.

Acaban aprendiendo a superar exámenes, básicamente eso. La escuela (en un sentido amplio) ha contribuido a esta dinámica porque es más cómodo seguir la tendencia que innovar. Es decir, estamos huérfanos de innovación en el sistema educativo. Hemos incorporado las tecnologías digitales en el proceso educativo pensando que estas eran una forma de adaptarnos a los nuevos tiempos, y lo que hemos hecho es adaptar las tecnologías a la manera de proceder decimonónica. Internet y la tablet no son la respuesta a una sociedad cambiante, son exclusivamente instrumentos facilitadores y con gran potencial en el aprendizaje. Pero lo verdaderamente necesario es cambiar de actitud y entender que los conocimientos son una parte fundamental del aprendizaje pero no la única. Los centros educativos creen erróneamente que por incorporar a sus currículums asignaturas de idiomas o de tecnología lograrán éxito escolar, y lo que subyace a todo ello no es más que posicionamientos en el mercado educativo.

La verdadera revolución educativa está por llegar pero también es cierto que está esperándonos en la esquina, y el futuro estará en saber leer con otro planteamiento y luces largas los cambios que se avecinan. Los exámenes, las pruebas, los trabajos y deberes individuales que forman parte de la trayectoria educativa tendrán que tener una alternativa que centre su objetivo en la manera en cómo se incorpora el aprendizaje de conocimientos, habilidades y competencias. Si queremos sociedades más cohesionadas, nuestros estudiantes tienen que trabajar en entornos cooperativos donde el conocimiento no fluya de arriba abajo, esto es del profesor al alumno, sino de forma transversal y en red. El papel del profesor o profesora ya no sería tan vinculante en la transmisión del saber sino en la potenciación de un saber en el que muchos agentes puedan participar. Claro está que con esta dinámica, la figura del profesorado, tal y como la hemos entendido desde el siglo XIX, cambiaría de sentido, cosa que no estoy del todo convencido de que se quiera impulsar.

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